18/08/2018 7:18

Antes de los primeros rayos del alba, doña Irma comienza su jornada diaria. Entre las cuatro y cinco de la mañana inicia un proceso que ha repetido durante los últimos cuarenta años en la tortillería que fundaron sus padres en el Centro Histórico de Mexicali.

Sus manos, curtidas en décadas de trabajo, comienzan a maniobrar granos de maíz cocido. Frente a una gran pila de acero, decenas de kilos de este cereal hierven en una mezcla de agua y cal viva. El pequeño local de bloques se convierte en una vaporera.

Una estridente máquina que se enciende a las seis de la mañana engulle kilos y kilos de masa nixtamalizada elaborada con un día de anticipación. Al cabo de unos diez minutos, por una banda de placas metálicas aparecen las medallas acuñadas en maíz.

Doña Irma Herrera Aguilar tiene 75 años, pero no los aparenta. Así como carga bolsas de maíz, revisa la cocción, muele granos y manipula la amasadora, también atiende a los clientes, cobra, revisa, acomoda o realiza el cierre de la tortillería.

Junto con su hermana Xóchitl, preservan un oficio inculcado por sus padres, que salieron de Michoacán a buscar suerte en la frontera norte en los sesentas y que se encuentra a poco de cumplir los cincuenta años como la tortillería de barrio, bajo la sombra de su posible extinción.

Por amor al maíz

Desde el mostrador y enfundada en un delantal azul de cocina, doña Irma despacha decenas de kilos de tortillas desde temprana hora. La mayoría de los primeros clientes son taqueros y algunos viandantes que aprovechan para llevar uno o dos kilos para el desayuno en casa.

“Ya no se vende como antes”, me dice, mientras descansa sentada junto a un viejo escritorio y contempla la vieja máquina tortillera que sus padres compraron en dos mil dólares en 1975 a un comerciante de Los Ángeles.

En aquellos años, cuando sus padres llegaron a Mexicali desde Coalcomán, la elaboración de tortilla de maíz fue la veta que los ancló en esta árida región. No siempre utilizaron máquina ni estuvieron en la misma ubicación.

Sobre la calle Celaya rentaron por varios años una tortillería, recuerda. La elaboración de la tortilla era por cuatro o cinco señoras que se hacían de bolas de masa de 4 o 5 kilos y torteaban a mano alrededor de un gran comal redondo. Algunas lograban hacer hasta 40 kilos de tortillas a diario.

Con el tiempo, la vida y el patrimonio de los Herrera Aguilar comenzaron a girar alrededor del maíz. La buenaventura del negocio les permitió comprar un terreno en la calle Juan Aldama, a espaldas del Mercado Braulio Maldonado en 1972, dónde se edificó la tortillería que aún sigue de pie.

El oficio se lo ha tomado en serio. Una de las anécdotas que cuenta es el coraje que pasó en una estética, donde una de las estilistas le dijo a otra que parecía tortillera por la manera en que masticaba el chicle. “Me aguanté el coraje, yo ni chicle mastico”.

De mano a máquina

Durante los primeros años de la Tortillería Xóchitl, la preparación de este ícono mexicano era completamente a mano. La mayoría de las mujeres entradas en años eran quienes desde temprano comenzaban a tortear las bolitas que desprendían de grandes bultos de masa.

Alrededor del fogón se instalaban y retiraban las tortillas cocinadas, que se colocaban en una caja, listas para despacharse. “Sí había una diferencia en el sabor de la tortilla, a mano sabía mejor”, comenta doña Irma.

Unos años después, la mayoría de la mano de obra se trasladó a la maquiladora Mextel, una subsidiaria de la empresa juguetera Mattel, que se asentó cerca del fraccionamiento San Marcos. Muchas de las tortilleras, atraídas por los sueldos y el giro, dejaron atrás el oficio.

La crisis laboral en la industria maquiladora de los setentas, provocó el cierre de esta empresa cerca de 1975 y las tortilleras fueron cambiadas por una máquina, que hasta la fecha se puede ver desde el mostrador. Julio, un vecino de doña Irma, es quien le echa mano cuando se descompone.

La masa con la que se preparan las tortillas sigue teniendo los mismos ingredientes que hace cientos de años; maíz, cal en polvo y agua. Sobre la marcha aprendió los distintos grados de cocción del maíz y los resultados que daba con ello la máquina tortillera. El secreto siempre está en la molienda.

La lucha por sobrevivir

Con la industrialización de la elaboración de tortilla y el auge de los supermercados o autoservicios que ofrecían la tortilla de harina de maíz empaquetada, las tortillerías de barrio comenzaron a desaparecer.

La inseguridad en la zona ha obligado a doña Irma a agregar cientos de kilos en herrería para ventanas, puertas y cualquier hueco que dé alguna posibilidad a los ladrones para robar cualquier cosa de valor que terminan malbaratando en una chatarrera.

Atrás de la tortillería construyeron una casa que también fue blanco de la inseguridad. Actualmente la rentan y pudieron cambiar su domicilio de la zona, aunque su trabajo tiene su atadura en el Centro de la ciudad.

Con la primera tanda de tortillas, los taqueros pasan con doña Irma para irse a trabajar. Probablemente son sus clientes más importantes. Otros más acuden a ella para moler maíz, pues es de las únicas tortillerías en la ciudad que también ofrece ese servicio.

Mientras platicamos, un hombre entra y pregunta por queso fresco y doña Irma lo manda a la tienda de la esquina. Cinco minutos después regresa por medio kilo de tortillas. “Es que miré la tortillería y se me antojaron unos taquitos de queso fresco”, dice. Son del tipo de clientes esporádicos.

La apertura de plazas comerciales en las últimas décadas apartó a los clientes que acudían al mercado por verduras, frutas y granos, así como por las tortillas de maíz recién hechas.

Rumbo al azar y al ocaso

Aunque doña Irma no tuvo hijos, su semblante, su caminar ligeramente encorvado y con su delantal de cocina, evoca a la figura materna de muchos, que con gustosa abnegación se entregaban a su familia a través de su cocina. Así, ella se ha entregado a su tortillería.

Su mamá murió hace unos 24 años y su papá hace unos 30 años. Ambos tenían 72 cuando fallecieron. Ella y su hermana se quedaron a cargo del negocio familiar. Otro hermano se dedicó a un oficio diferente y sus hijos a sus carreras universitarias.

Con un gesto de resignación, dice que cuando ella y su hermana falten, hasta ahí llegará la tortillería. En el mejor de los escenarios, podrían rentarla, pero abandonarla nunca. No piensan dejar que los delincuentes ganen la batalla y comiencen a desplumar este museo vivo.

Doña Irma atiende a los últimos clientes: un niño rollizo y un adulto canoso que con monedas pagan las tortillas de la tarde. Ella mira a la entrada de la tortillería, se lleva una mano a la cintura y con la otra se recarga en el mostrador. Su mirada revela un semblante reflexivo.

Probablemente ya lo ha visualizado. Tal vez ha previsto que cuando ella y su hermana fenezcan, la tortillería pasará, como otros tantos negocios, a la historia del Centro de Mexicali.