Por S. Eräjää/F. Heller, EFE Verde, 21 de abril del 2020.

El brote de COVID-19 está interfiriendo en los sistemas agrícolas y de alimentación de toda Europa. Está claro que los gobiernos nacionales y la Unión Europea (UE) tienen que ayudar a los agricultores, a los trabajadores de las granjas y a los productores de alimentos para garantizar que todo el mundo tenga acceso a alimentos saludables, y que los ciudadanos no pierdan sus fuentes de sustento: ¿pero qué tipo de ayuda tendría que ser? Eso es ya un peligroso punto de fricción.

En medio de la crisis, de los problemas de distribución y de las preocupaciones sobre la disponibilidad y la seguridad de los trabajadores, la industria agrícola ha pedido a los gobiernos y a la UE que compren y almacenen excedentes de productos como leche (y derivados) y carne de vacuno, con el objetivo de reforzar a los actores clave del sector.

Evitar argumentos cortoplacistas o usar la demagogia

Algunos políticos también han pedido que se rebajen los estándares medioambientales y se relajen las normas sobre subvenciones agrícolas. El sector de la agricultura industrial o intensiva y sus aliados políticos también quieren retrasar la estrategia De la Granja a la Mesa, de la Comisión Europea, y los planes de la UE para la protección de la biodiversidad, con el argumento cortoplacista de que cualquier nueva iniciativa para proteger el medio ambiente dañará al sector agrícola.

Cualquier paquete de rescate para el sector, la estrategia De la Granja a la Mesa de la UE, y la Política Agrícola Común (PAC) tienen que lograr que nuestro sistema alimentario y agrícola sea más “resiliente” ante nuevos futuros golpes, y no quede inerme ante posibles nuevas crisis. Las verdaderas causas de pandemias como la del COVID-19 son más profundas que simplemente el comercio con animales exóticos en mercados lejanos.

Responder a esta pandemia ignorando la urgente necesidad de corregir nuestra relación con la naturaleza y con la manera en que producimos alimentos sería muy insensato.

Para frenar futuros brotes tenemos que dejar de agredir a la naturaleza y debemos poner fin a la agricultura industrial o intensiva.

El COVID-19 no es un incidente aislado, sino la última de una larga serie de enfermedades zoonóticas –las que pasan de animales a humanos- como el SARS, el H1N1 (gripeA), la gripe aviar, el Ébola, Zika e incluso el VIH/SIDA.

Cuando las industrias expolian los bosques y otros ecosistemas para explotar más tierra y recursos, expulsan a la fauna salvaje más allá de sus hábitats y aumentan las posibilidades de que las enfermedades infecciosas se transmitan a los seres humanos.

Los científicos creen que el 31% de los brotes de las enfermedades infecciosas emergentes tienen relación con la destrucción de bosques y ecosistemas, incluidas el VIH, Ébola y Zika.

Caldo de cultivo perfecto para nuevos virus

El principal responsable de la destrucción global de los bosques es la agricultura industrial, sobre todo para la producción de carne, productos lácteos y piensos para esas industrias.
Mientras que la actual pandemia de coronavirus no parece estar directamente relacionada con la agricultura industrial animal, la aparición y la propagación de otras patologías infecciosas mortales sí lo está.

La agricultura industrial, en la cual animales genéticamente similares conviven apiñados, crea el caldo de cultivo perfecto para que los virus se adapten y encuentren nuevos huéspedes, lo cual incrementa su propagación. Ese sigue siendo un riesgo fundamental para futuros brotes.
Es preciso construir sistemas de alimentación “resilientes” para garantizar dietas saludables, incluso en una crisis.

Dejar de invertir en la producción alimentaria a granel

Los recientes problemas en las fronteras han puesto de relieve la dependencia del actual sistema de alimentación de la libre circulación de trabajadores temporeros y del acceso a los mercados globales. Se da la circunstancia de que los agricultores europeos, en especial los más grandes y con un mayor nivel de industrialización, no sólo se dedican a criar vacas en el campo y a vender queso en el ámbito geográfico de sus comarcas, sino que tienen una fuerte dependencia de las importaciones de piensos para sus animales, y de la exportaciones de sus productos a mercados remotos.

En lugar de seguir invirtiendo en cadenas de suministro altamente globalizadas de producción de alimentos a granel, tenemos que empezar a mirar a sistemas de alimentación locales sostenibles y “resilientes”. Sistemas que no sólo se centren en la producción de más alimentos –y más piensos para animales- sino que también (busquen) integrar la producción de alimentos con la salud de las personas y el planeta, al tiempo que protegen a los trabajadores y garantizan un precio justo a los agricultores.

La lección de la pandemia: escuchar a la ciencia y actuar

Casi todo el mundo está tomando ahora medidas sin precedentes para frenar la expansión del COVID-19, siguiendo las advertencias de los científicos sobre el letal coste de la inacción. Mientras tanto, seguimos siendo dolorosamente conscientes del hecho de que los científicos también han señalado que no mitigar el cambio climático desataría incluso una catástrofe mayor. Pero los gobiernos no han alcanzado aún el nivel de acción necesario.

La agricultura animal es una de las causas principales de la degradación climática, y supone entre el 12% y el 17% de las emisiones de gases de efecto invernadero de la UE. Hay un creciente consenso en la comunidad científica sobre la necesidad de reducir la producción y el consumo excesivos de carne, productos lácteos y huevos para combatir ese problema- incluidos análisis del IPCCla comisión EAT-Lancet y la fundación RISE.

En esto también tenemos que prestar atención a las advertencias de los científicos y construir un sistema alimentario que no contribuya a la degradación del clima y al colapso económico –como hace el actual sistema- un sistema que sea más resistente a los impactos climáticos que, ahora ya lo sabemos, son inevitables.

La UE y los gobiernos nacionales deben actuar

La UE no tiene que inyectar recursos del fondo de rescate de la crisis (del coronavirus) en la agricultura intensiva para beneficiar al 1% de agricultores europeos que ya reciben un tercio de subvenciones de la Política Agrícola Común (PAC), financiando una agricultura industrial que nos pone en un mayor riesgo de pandemias.

Cualquier fondo de crisis debería proteger a los pequeños agricultores y a los trabajadores de granjas en peligro, y no inflar los bolsillos de los más poderosos.

La UE debería acometer drásticos recortes (de producción) en carne y productos lácteos, uno de los claros objetivos incluidos en su programa De la Granja a la Mesa. También debería redactar nuevas normas que garanticen que los productos vendidos en Europa –carne, lácteos, piensos, madera, aceite de palma- no proceden de la destrucción de la naturaleza ni tienen su origen en la violación de los derechos humanos.

La relación de Europa con los alimentos y la naturaleza no debe quedar en un segundo plano por la crisis del coronavirus, debería ocupar un lugar predominante y central en la recuperación.

A favor de la salud, la justicia, las sustentabilidad, la paz y la democracia.