Por Ricardo María Garibay Velasco, La jornada del Campo, 17 de junio de 2023.

El “maíz se debe al campesino, así como el campesino debe su existencia al maíz. Hasta ahora se han identificado más de 60 razas, que son producto de procesos de adaptación a condiciones ambientales que van desde la costa hasta los 3000 metros sobre el nivel del mar. Este gradiente altitudinal nos habla de la diversidad de grupos sociales que se asentaron en las selvas, bosques, desiertos, en zonas inundables y en las costas y que domesticaron al maíz en estas contrastantes ecoregiones.

El maíz no se siembra solo, sino en combinación con muchos otros productos en un espacio llamado “milpa”, que, aunque tiene diferentes nombres y combinaciones, comparten un mismo fin, que es el proveer alimentos para las familias de los campesinos que las trabajan. En la versión más simplificada de la milpa, se siembra calabaza, frijol y chile, pero en algunas regiones del trópico húmedo mexicano, en la milpa se siembran hasta 50 diferentes productos comestibles, como se ha llegado a reportar en las milpas de los lacandónes de Chiapas, o las 37 especies asociadas al maíz en las milpas de los nahuas de la Huasteca, o los 30 cultivares que los chinantecos de Oaxaca intercalan entre el maíz en sus milpas.

La milpa es una especie de almacén o alacena de la que se van sacando los alimentos en diferentes épocas del año. La milpa funciona incluso como aportadora de proteína animal para la familia, a través de la captura de fauna silvestre, desde insectos y pequeños roedores hasta venados y jabalíes.

Podemos decir también que, así como el maíz no se siembra solo, las milpas tampoco lo están; como lugares de obtención de alimentos, las milpas son solo una parte de otros espacios concebidos como aportadores de alimentos y otros satisfactores para las familias campesinas.

Los “espacios de vida”, son áreas o lugares en donde los pobladores locales conocen las especies de flora y fauna aprovechables en términos alimentarios: las plantas, troncos, flores y frutos con propiedades medicinales; los diferentes tipos de madera, desde las que son buenas para leña hasta las que sirven para la construcción de las casas, las hojas para techos, los bejucos para los amarres. Los espacios de vida son la milpa, el traspatio, los cuerpos de agua y el monte.

Los espacios de vida son parte del patrimonio biocultural de los pueblos indígenas y campesinos, es el capital biológico, entendido como los recursos naturales a los que tiene acceso, y el capital cultural, entendido como los conocimientos para su aprovechamiento eficiente. Con estos dos capitales han contado las comunidades indígenas y campesinas para subsistir a través del tiempo aún en las condiciones más desfavorables de pobreza, causada por la marginación.

México es uno de los pocos países en el mundo que conjunta una gran biodiversidad con una vasta diversidad cultural, lo que ha llevado a proponer una nueva categoría: las “regiones bioculturales”, que son centros de diversidad agrobiológica y parte constitutiva de la identidad de los pueblos indígenas y campesinos. Los bosques, selvas, desiertos, costas y humedales en México, conforman una diversidad de ecosistemas habitados por más de sesenta grupos indígenas y pueblos campesinos, que durante siglos han interactuado con su entorno y en esa interacción han conformado culturas diversas adaptadas a condiciones ecológicas específicas.

Los sistemas alimentarios en las zonas campesinas e indígenas de nuestro país se conforman con los productos que provienen de los espacios de vida que poseen o a los que tienen acceso, su producción o recolección no solo está orientada al autoconsumo (aunque sería su objetivo principal), sino también están dirigidos al mercado para obtener los ingresos monetarios que les permiten la compra de otros bienes necesarios para la familia. Los espacios de vida lo son, porque en ellos se generan y reproducen especies de flora y fauna, que a su vez y de manera simultánea, son la base de sustentación de las comunidades humanas que los manejan y aprovechan.

La biodiversidad de una región se enriquece con la intervención humana: la multiplicidad de cultivos, se suman a la diversidad natural de la región, lo que genera la posibilidad de hablar de agro-bio-diversidad, que no es otra cosa que el paisaje humanizado, el paisaje con la intervención de los grupos humanos que lo modifican, lo alteran lo usan, lo manejan, lo aprovechan y con todo eso lo enriquecen, tanto en términos biológicos como alimentarios y hasta escénicos.

El mantenimiento de la agro-bio-diversidad tiene repercusiones de suma importancia, dadas sus implicaciones con respecto a las estrategias que se requieren para enfrentar el futuro, especialmente el cambio climático, aunque también en relación con los temas relacionados con la soberanía alimentaria; los problemas de salud y nutrición; los recursos fitogenéticos y los derechos de propiedad colectivos y la identidad de los pueblos.

Sin caer en posiciones idílicas ni preteristas, se ha demostrado que las regiones mejor conservadas en México son aquellas en las que habitan los pueblos indígenas, muy a pesar de las posiciones ecologisistas, que ven en la población la peor amenaza para la conservación de la biodiversidad.

La permanencia misma hasta nuestros días de los pueblos indígenas en cada una de las regiones y ecosistemas que habitan, nos habla de su sustentabilidad; es decir, que su propia permanencia en el tiempo, aún en las peores condiciones debido a la marginación, su permanencia es una demostración de su capacidad para utilizar sus recursos naturales sin agotarlos y sus conocimientos para procurarse los alimentos que les permiten su reproducción social.

El 15.4 % del sistema alimentario mundial proviene de plantas domesticadas en Mesoamérica, y el germoplasma original se encuentra principalmente en los territorios de los pueblos indígenas, en donde la biodiversidad está mejor conservada. Los datos de la FAO demuestran la importancia de la pequeña producción campesina, que no se registra en los censos agropecuarios, pero es la que abastece una parte de las necesidades de los mismos productores mediante su autoconsumo, o la que se lleva a los mercados locales y regionales y se exhibe en minúsculos puestos e incluso sobre las banquetas afuera de los mercados y plazas públicas. La cifra que se maneja es que el 80 % de los alimentos que se consumen en países en desarrollo son producidos por pequeños agricultores, lo cual nos habla de la relevancia de este sector, nunca reconocido.

En México, cualquier política pública diseñada para la conservación de la agro-bio-diversidad deberá reconocer como premisa que ésta es producto de los conocimientos empíricos obtenidos, a través del trabajo y experimentación realizados por los pueblos indígenas y campesinos a lo largo de un proceso que ha tomado siglos. •

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