Por Noor Mahtani, El País, 02 de diciembre de 2023.

La huerta de Alberto Gómez hace honor a su nombre: La despensa. En la hectárea que tiene cultivada, hay medio centenar de vegetales, semillas que heredó de sus antepasados y otras que intercambia con sus vecinos, como el cilantro de María Úrsula Chauzá, la yuca y la calabaza de Jesús Antonio Delgado o las habas y el maní de Aura Lina Domínguez. Sus tres variedades de maíz son la joya de la corona. Las observa como si las analizara un científico. “Si sembramos el maíz pira a distancias más anchas, da una mazorca más grande, una mejor para harina”, explica sujetando una de colores morados y amarillos. Imperfecta y única. La diferencia entre este ingeniero amateur y uno contratado por Bayer es que su laboratorio está al aire libre en un pueblito colombiano campesino y que, para domesticar su producción, no usa ningún químico. Aunque quisiera, no podría.

Hace cinco años que el municipio de San Lorenzo, en el departamento de Nariño, se declaró como territorio libre de cultivos transgénicos, aquellos que han sido modificados genéticamente. La iniciativa popular se fue gestando desde 2012 como resistencia pacífica a la agroindustria y los químicos que requieren estas semillas cuyo ADN ha sido intervenido. Aura Lina Domínguez tiene las manos manchadas de tierra y una sonrisa suave y permanente en la cara. Ella es una de las campesinas que ha liderado el movimiento que, insiste, tiene como propósito obtener soberanía sobre lo que cosechan. “No le hemos declarado la guerra a Monsanto. Simplemente queremos saber lo que comemos”, dice. Esta decisión, sin embargo, les ha costado una demanda aún en curso de la Asociación Colombiana de Semillas y Biotecnología (Acosemillas) “por excederse en competencias legales”. “Defendemos los transgénicos y la libertad de elección”, explicaba en videollamada Leonardo Ariza, gerente general del grupo. “¿Quiénes son ellos como municipio para decir si se puede o no?”, se pregunta.

Mientras, en San Lorenzo continúan los intercambios de pepitas como el que celebraron una mañana de marzo una decena de agricultores del municipio, una tradición que viene desde que la agricultura es agricultura y que se vive como la fiesta local. “Nos vendieron el cuento de que modificar nuestras semillas era lo mejor; que las nuestras no eran perfectas”, cuenta Domínguez esparciendo en una esterilla decenas de perlas de colores y raíces de arracacha y cúrcuma. ”Pero lo son. Guardan la historia de nuestros ancestros y han alimentado a toda la sociedad. No queremos que se manchen con transgénicos y glifosato [un herbicida necesario en la mayoría de cultivos modificados]. Si nosotros pudimos hacerlo, ¿por qué los demás no?”.

San Lorenzo es la excepción en una región en la que hace medio siglo la agroindustria está imponiendo su agenda y donde las simientes nativas o criollas están perdiendo espacio. Actualmente, todos los países de América Latina tienen leyes que fomentan el comercio de las semillas certificadas y otras normas de bioseguridad que promueven la siembra de las transgénicas y el uso de agrotóxicos. Es decir, para que se puedan comercializar, hace falta que la autoridad sanitaria certifique cuáles pasan al filtro, según varios criterios que abogan por la bioseguridad.

Esto ha provocado que en el último siglo se hayan perdido el 75% de las variedades de cultivos, según la Agencia de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). El presagio de los expertos es que, en menos de un siglo, no haya cosechas que no hayan pasado por un laboratorio. Así, la biodiversidad agrícola será apenas un recuerdo.

En América Latina, un continente que con sus materias primas da de comer al mundo, surge la pregunta: ¿Es esta la única forma de garantizar alimentos para 8.000 millones de personas? Para Norman Borlaug, sí. Este agrónomo estadounidense y Premio Nobel de la Paz encontró en la modificación genética la forma de producir más y más rápido, una de las principales demandas a mediados del siglo XX, cuando la ciencia se cuestionaba cómo iba a alimentar a una población creciente. Bajo este pretexto de la llamada revolución verde y el interés en facilitar el libre comercio entre el norte y el sur global, se empezaron a aprobar una decena de convenios y tratados internacionales en América Latina que controlaban lo más elemental de la alimentación de los humanos: las semillas.

Así, en los años 80, todos los países latinoamericanos suscribieron convenios que otorgaban algo similar a las patentes para mejorar las simientes; lo que hacía el campesino Alberto Gómez en San Lorenzo, pero en un laboratorio. Actualmente, la batalla impulsada por Estados Unidos y Europa está centrada en normas que van más allá y prohíben guardar, intercambiar o vender cualquier semilla con multas, decomisos e incluso penas de cárcel. La mayoría de países centroamericanos, Perú y Colombia se adscribieron a este último tratado tan restrictivo, conocido como Upov 91. Solo Colombia logró derogarlo en 2013.

En otros países, como Argentina, Brasil y Bolivia, estas exigencias no se aprobaron en un solo tratado sino en pequeñas normas, a goteo. Carla Poth, docente e investigadora de la Universidad Nacional General Sarmiento (Argentina), critica que las semillas originarias sean tildadas de “piratas”: “Las leyes favorecen la homogeneidad y exigen muchos requerimientos que hacen que solo puedan ser titulares de la certificación unos pocos. Además, la agroindustria está desconociendo el histórico aporte de las comunidades en el mejoramiento de las semillas que se usan hoy para la alimentación”, explica. Ariza, gerente general de Acosemillas, un grupo auspiciado por Bayer, Syngenta y Corteva, entre otros, reconoce que, hasta ahora no se ha pagado ese aporte: “Queremos reconocer el valor agregado de los campesinos. Estamos en conversaciones sobre cómo podemos pagarles alguna regalía para que se sientan recompensados. Pero aún no está puesto en marcha”.

“No se puede patentar el medio ambiente”

Argentina ha sido un ejemplo de lucha contra el poder de la agroindustria mediante la vía judicial.

En 2007, Monsanto Techonology LLC [que figura con su propio nombre a pesar de haber sido absorbida por Bayer] reclamó ante los tribunales argentinos poder patentar una molécula de ADN recombinante de doble cadena que hace tolerante a una planta [no una semilla] al glifosato. En palabras más sencillas: querían patentar la planta bajo el pretexto de que ellos la habían mejorado. En 2019, la Corte Suprema rechazó la petición de la empresa en un fallo histórico. La Corte señala que es objetable que se patente una semilla por el hecho de haberla modificado, “del mismo modo que no se puede discutir que el autor de un libro no se vuelve el propietario del lenguaje”.

Pero, una década después, Monsanto volvió a la justicia para reclamar derechos sobre las secuencias genéticas, alegando que “las moléculas sí son artificiales”. En ese caso, la Cámara le dio la razón en 2021. “Se trata de un escándalo jurídico”, exclama Fernando Cabaleiro, abogado y coordinador de Naturaleza Derechos, una organización que ha apelado el fallo. “El medio ambiente no puede ser objeto de patentamiento. Si la decisión se confirma, la empresa habrá obtenido en la justicia lo que no pudo en 25 años mediante la ley. Sentaría una jurisprudencia muy peligrosa que consolidaría la pérdida de soberanía alimentaria. Tenemos que estar vigilantes”.

En el pulso contra la agroindustria, cada vez se suman más manos. Germán Vélez, director del Grupo Semillas, critica la estrategia comercial “a cualquier costo”. “El resultado de la certificación de los transgénicos es que tanto el productor como el consumidor están dejando de lado lo que nos han alimentado durante milenios, mientras un puñado de firmas se llenan los bolsillos”, cuenta desde su oficina en Bogotá. Las ventas combinadas de semillas y agrotóxicos de Syngenta, Corteva, Bayer y Basf alcanzaron 60.000 millones de dólares en 2020, un monto equivalente al presupuesto nacional de Perú.

“Si ya hoy solo comemos dos o tres tipos de papa [en la región se cuentan unas 4.000], en cien años nos alimentaremos de seis cultivos. Si no derogamos todo este paquete de normas, perderemos la herencia genética. Esa también es nuestra historia”, critica. Vélez ya ha presentado tres proyectos de ley en Colombia para ilegalizar los transgénicos. “La biotecnología nunca va a poder ser democratizada. Y los intereses de Bayer son opuestos a los de los consumidores”, critica. Es por ello que tanto él como gran parte de los campesinos apuestan por las certificaciones alternativas, conocidas como los sistemas participativos de garantías, en pro de la seguridad alimentaria. Esta es una certificación soberana y propia de los agricultores y cooperativas con los parámetros y las exigencias del campo que también atiende a cánones de bioseguridad.

¿Son los transgénicos malos per sé?

La respuesta corta y teórica es no. ¿Por qué iba a ser negativo que la ciencia creara semillas más resistentes a la sequía o a las inundaciones o le añadiera más nutrientes a lo que ingerimos? Los casi 30 años de historia de la biotecnología alimentaria, sin embargo, muestran que más del 98% de mejoras en alimentos están relacionadas con la resistencia a los herbicidas e insecticidas que venden esas mismas empresas.

La primera producción de transgénicos surgió en los 90. Calgene, Inc., una start up californiana, modificó los genes de un tomate para que tardase más en madurar. Unos años después, ya había en el mercado grandes cultivos resistentes a herbicidas como el glifosato, creado por Monsanto tres décadas antes. Y otros tolerantes al glufosinato, propiedad de Basf. Ambos agrotóxicos, derivados de sustancias utilizadas en las cámaras de gas nazis, fueron catalogados por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como “probablemente cancerígeno” y “moderadamente peligroso”, respectivamente. Los más de 15.000 casos judiciales por cánceres relacionados con la exposición a productos de la agroindustria y la multimillonaria multa de 11.000 millones a Bayer cuestionan cada vez más la prudencia de la OMS.

Pero la expansión es incontrolable. Actualmente hay más de 202 millones de hectáreas en el mundo con transgénicos. Y más de la mitad está en América Latina. Se trata de una superficie similar a la de España, Francia, Italia, Alemania y Polonia juntos. Desde 2019, esta es la región que más transgénicos produce del mundo. La mayor porción de estos cultivos son de apenas cuatro tipos: soja, maíz, algodón y canola; productos empleados principalmente para los agrocombustibles y piensos para las industrias ganaderas. En la Unión Europea solo hay 71.000 hectáreas cultivadas, en Portugal y España. La gran mayoría de países europeos mantienen moratorias totales a la siembra de estos cultivos. Para Ariza, gerente general de Acosemillas, esto no es una “doble moral”: “Es que ellos ya produjeron, gastaron en eso sus suelos y ahora tenemos la oportunidad de hacerlo nosotros”.

David Castro Garro, biólogo peruano experto en regulación de la biotecnología y bioseguridad, lamenta el modelo productivo predominante: “Cada vez más agricultores ceden sus chakras [huertas] para tener monocultivos y el impacto de esto en la tierra es enorme”. Además, varios estudios internacionales muestran cómo las plagas ya tienen resistencia a los productos. En Estados Unidos, han aparecido más de 40 malezas resistentes al glifosato, que requieren un mayor arsenal de herbicidas para su control, con lo que ello implica: exterminio de polinizadores y progresivo deterioro de la tierra. Una situación similar está ocurriendo con los cultivos de soja y maíz transgénico en Brasil, Argentina y Paraguay. Bayer rechazó conceder una entrevista a América Futura, pero aseguró en un correo electrónico que los organismos genéticamente modificados “permiten preservar los hábitats cercanos”.

“Los transgénicos ilegales se venden en Facebook”

Estos tres países, los que más transgénicos producen de la región, vivieron un proceso de contaminación de transgénicos similar al que está viviendo actualmente Bolivia. En el país andino, solo hay una variedad transgénica permitida: la soja RR, de Bayer. Sin embargo, Marín Condori, director nacional del Instituto Nacional de Innovación Agropecuaria y Forestal (Iniaf), estimaba en medios locales que en el 70% de los campos agrícolas de Santa Cruz se utilizan semillas certificadas y que el 30% restante lo hace con material genético procedente del mercado informal e ilegal, de otras variedades.

Stanislaw Czaplicki Cabezas, economista ambiental experto en cadenas de valor, asegura que esto no es fortuito: “Es la estrategia de las empresas, colar sus semillas en el territorio para luego reclamar una legislación que las permita comercializar libremente. Los objetivos de las grandes empresas están claros y las formas de lograrlos son varias”. Bayer, sin embargo, asegura en el correo promover “el acceso a diferentes prácticas agrícolas y la coexistencia de diferentes formas de producción”. Para el abogado argentino Cabaleiro las soluciones que presenta el agronegocio son “basadas en falsedades”. “Se les puede desmentir mediante pueblos organizados y ciencia independiente”.

“Se venden hasta en Facebook”, asegura por teléfono Rita Saavedra, nutricionista e integrante de la plataforma Bolivia Libre de Transgénicos. “No hay control. El Estado cierra los ojos y deja producir sin ninguna regulación. En las verduras que consumimos, hay mayor cantidad de glifosato en las transgénicas. Estamos comiendo veneno y a nadie le importa”.

El intercambio de semillas en San Lorenzo (Colombia) rompe todas las lógicas del capitalismo: el tiempo pasa lento y no se mueve ningún billete o moneda. Entre lo que parece un jardín comestible, los vecinos extienden una esterilla de totora y colocan con parsimonia un puñado de cada variedad de pepitas en pequeños recipientes de mimbre. Cúrcuma, maíz pira, frijol patiano, frijol torta, maíz yunga… “¿Usted qué tiene por ahí?”, le espeta María Úrsula Chauzá, la más veterana del grupo, a otro agricultor. Se ríe a carcajadas y mete en su bolsa de tela varias simientes nuevas, mientras pide consejos sobre la siembra y da otros sobre las plantas medicinales. “Tiene la farmacia en la huerta, mijo”.

América Latina es la región del mundo que tiene mayor diversidad agrícola. Este es el centro de origen y de mejoramiento artesanal de cientos de cultivos como maíz, frijol, papa, tomate, batatas, algodón… En México hay 64 razas nativas de maíz; 34 en Colombia, de las que derivan más de 7.000 subtipos. En Perú, existen unos 3.000 subtipos de quinoa y más de 4.000 variedades de papa; la mayoría en los Andes. Por eso, para Alba Marlene Portillo, fundadora de la Red de guardianes de semillas de vida en Colombia, la contaminación de cultivos originarios pone en jaque “uno de los tesoros más preciados del mundo”: “Todos nuestros sabores y una cultura milenaria”.

CRÉDITOS

Idea original y texto: Noor Mahtani
Coordinación general y edición de texto: Lorena Arroyo
Foto: bart-heird-3BRFokeD1zU-unsplash-4
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