Por Eugenio Fernández Vázquez, Pie de Página, 28 de agosto de 2023.

La Oficina de la Representante Comercial de Estados Unidos comunicó oficialmente a la Secretaría de Economía mexicana su solicitud de instalar un panel arbitral para la resolución de controversias en el marco del T-Mec para echar abajo el decreto contra el glifosato y el maíz transgénico emitido por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador en febrero de este año. El procedimiento que sigue tomará más o menos un año y es muy probable que México —y los campesinos mexicanos— salgan de él perdiendo. Sea cuál sea el resultado, el proceso ya dejó lecciones importantes: ni el problema es el glifosato ni la solución es un decreto; el problema es la agricultura industrial y la solución es una verdadera política seria y de fondo que nos lleve a la soberanía alimentaria.

Hay pocas razones para ser optimistas respecto del resultado del panel y las apelaciones que le sigan. Por una parte, el 90 por ciento del maíz cultivado en Estados Unidos es transgénico y México es el principal comprador internacional de ese producto y se lleva más de la cuarta parte de la cosecha. En noviembre del año que viene se celebrarán elecciones presidenciales en Estados Unidos y cualquier cosa que no sea una victoria apabullante en el procedimiento costaría terriblemente caro al presidente Joe Biden y su partido. Lo importante del tema ha quedado claro ya en las negociaciones del farm bill, el conjunto de leyes y programas presupuestales de apoyo al campo en Estados Unidos que desde hace 90 años rige su agricultura.

Además de eso, la forma en que se construyeron, publicaron y aplican los decretos contra el maíz transgénico y el glifosato los hacen terriblemente vulnerables. Era evidente que cualquier medida contra la importación de maíz transgénico a México terminaría en un panel de resolución de controversias y por tanto desde la construcción del documento legal hasta su alcance y aplicación debían de haberse construido con eso en mente.

También se tendrían que haber invertido los últimos años en un esfuerzo enorme por demostrar científicamente los daños del glifosato a la salud humana, cosa que no ha sido fácil, y que el maíz transgénico es dañino al medio ambiente, lo que tampoco es tan sencillo como parecería. Las cosas no se hicieron así y ahora Estados Unidos podrá afirmar con facilidad que es una medida arbitraria, que es excesiva y que va dirigida contra ciertos productores, lo que supone una barrera artificial al comercio.

La forma en que se hicieron las cosas deja abierta una pregunta clave. ¿Qué se buscaba? ¿Proteger el medio ambiente nacional y favorecer las economías campesinas y la cultura nacional, o dar una batalla simbólica en la que el resultado no importaba en realidad? Parece que el objetivo era el segundo, y por eso las cosas se han hecho con tanta torpeza.

Si lo que se persiguiera fuera el primer objetivo —es decir, alcanzar la soberanía alimentaria— entonces no basta con un decreto: hace falta una política de fondo, de largo aliento y gran calado para transformar el campo nacional. Ese proceso pasa por muchas medidas antes de pasar a las medidas proteccionistas —que quizá sean necesarias—. Implica favorecer la aparición de cadenas cortas entre productores y consumidores nacionales. Es también apostar por la construcción de capacidades productivas, de administración y de organización para ganar economías de escala y poder lidiar con mayor facilidad con los mercados. Pasa, además, por la recuperación o generación de una cultura culinaria más sana y más responsable que permita que aparezca una demanda fortalecida por esos productos.

El campo no se defiende solamente con batallas simbólicas: se defiende con políticas públicas, con un trabajo serio y comprometido, con visión de largo plazo. Ojalá hayamos aprendido la lección.

Imagen de Jan Amiss en Pixabay

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