Por Antonio José Paz Cardona, Pie de Página, 18 de febrero de 2024.

Los efectos del aumento de la temperatura global son cada vez más evidentes. Olas de calor, sequías prolongadas, lluvias torrenciales e inundaciones afectan con mayor frecuencia al planeta. La región tropical, donde se encuentra gran parte de América Latina, es una de las más vulnerables a eventos naturales como estos que, cada vez, son más frecuentes e intensos. En un contexto así, el agua dulce se presenta como el gran protagonista que no ha sido valorado en su justa dimensión. Y eso es urgente cambiarlo.

Científicos y organizaciones ambientales, por ejemplo, llevan varios años alzando la voz para que se le preste atención a ríos, lagos y humedales. “Perdemos la biodiversidad de agua dulce tres veces más rápido que en otro tipo de ecosistemas. Desde 1970, los ecosistemas de agua dulce han perdido un 84 % de su extensión y esto es muy grave porque toda la vida depende del agua”, comenta Laura Piñeiros, oficial del Programa de Agua para América del Sur de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN).

Ante este panorama, la especialista recuerda que la adaptación al cambio climático sólo puede darse a través de una gestión adecuada del agua, “entendida no sólo como recurso hídrico para los seres humanos, sino también como un elemento vital para los ecosistemas que sostienen la vida”.

En su último reporte, el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) indicó que “aproximadamente la mitad de la población mundial sufre actualmente una grave escasez de agua durante al menos una parte del año” y agregó que “el cambio climático ya ha causado impactos generalizados, pérdidas y daños conexos en los sistemas humanos, y ha alterado los ecosistemas terrestres, de agua dulce y oceánicos en todo el mundo”.

De hecho, poblaciones campesinas e indígenas en Latinoamérica ya enfrentan las consecuencias negativas de la pérdida de biodiversidad y la escasez de agua dulce. Algunas de esas comunidades ya están poniendo manos a la obra para mitigar el impacto del cambio climático en la disponibilidad del agua o están implementando acciones que les ayuden a prepararse para escenarios que, en caso de no limitar el calentamiento global a menos de 1.5 grados centígrados, parecen no ser muy alentadores.

En este especial, Mongabay Latam presenta cuatro historias en Perú, Colombia, Ecuador y México donde comunidades rurales y científicos desarrollan proyectos para disminuir los efectos negativos del cambio climático y les permitan contar con agua en zonas de glaciares, humedales y alta montaña.

El retroceso de los glaciares y las sequías en montaña

Si existen lugares en donde se aprecie en toda su dimensión la huella del cambio climático, esos son los glaciares. “Los impactos en algunos ecosistemas se están acercando a la irreversibilidad, como el caso de los cambios hidrológicos resultantes del retroceso de los glaciares, o los cambios en algunos ecosistemas montañosos”, indica el último informe de IPCC.

Laura Piñeiros comenta que los glaciares, que en muchos casos son la principal recarga de los arroyos, están retrocediendo como lo demuestran las imágenes satelitales y estudios históricos.

La comunidad de Santa Fe, en la región sur andina de Ayacucho, en Perú, es testigo de cómo el nevado Ritipata pierde su nieve año tras año. “La nieve más perpetua que vimos fue en 2005, y sólo en la parte más alta. Lo que queda aquí son hielos que se derriten en pocas semanas”, dice Tulia García, directora del Centro de Desarrollo Agropecuario (CEDAP), que trabaja con las comunidades rurales de la zona.

El nevado Ritipata forma parte de la cordillera Chonta, una de las 18 cadenas montañosas del país que concentran el 70 % de los glaciares tropicales del planeta. Un estudio publicado en 2020 por el Instituto Nacional de Investigación en Glaciares y Ecosistemas de Montaña (INAIGEM) muestra que la cordillera ya ha perdido el 95 % de su cobertura glaciar.

Jesús Gómez López, director de investigación en glaciares del INAGEM, explica que las altas temperaturas derivadas del cambio climático han provocado la desaparición de más de la mitad de la superficie glaciar que tenía Perú sólo en un periodo de 54 años y que, de acuerdo con sus estudios, se estima que el nevado Ritipata será declarado extinto en unos diez años.

En Santa Fe nacen los ríos y acuíferos que se canalizan para llevar el agua potable a los más de 280 000 habitantes de la capital de Ayacucho, Huamanga, pero los comuneros de la zona no cuentan con redes de agua segura.  Ante la escasez del líquido y la aridez del suelo donde viven, las 62 familias de Santa Fe se organizaron para construir diques en las lagunas que captan el agua de lluvia y así lograron regar sus pastos y reducir la muerte de sus alpacas por hambre y sed. Hoy cuentan con 41 reservorios, aunque siguen enfrentándose a sequías cada vez más intensas.

Los reservorios, conocidos como qochas, permiten almacenar el agua de lluvia y soltarla sobre los pastos en tiempos de sequía. Así evitan que ésta se diluya en los cauces y erosione el suelo en los meses de abundancia, y se promueve la recarga subterránea que permite el afloramiento de manantiales y bofedales. Este sistema tradicional es conocido como siembra y cosecha de agua.

“Es muy difícil vivir aquí porque ningún cultivo crece. Nuestros animales mueren de frío y de hambre, antes más todavía. Con las qochas logramos que tenga algo de agua y comida en los meses más difíciles. Sin estos diques todo estaría seco”, asegura Gregorio Ccorahua, alpaquero de Santa Fe.

Piñeiros también menciona que el cambio climático ha alterado los patrones de precipitación y la lluvia que se esperaba en ciertas épocas del año sucede antes o después de lo habitual, “sólo por dar un ejemplo, en alguna zona donde llovía de noviembre hasta abril, ahora puede estar lloviendo de enero hasta agosto”.

Las sequías y las inundaciones se han vuelto más extremas. El IPCC ha advertido que las emisiones continuas de gases de efecto invernadero afectarán aún más a todos los componentes principales del sistema climático. “Se prevé que el calentamiento global continuo cambiará aún más el ciclo global del agua, incluida su variabilidad, las precipitaciones globales y las temporadas muy húmedas y muy secas”, se lee en el reporte de 2023.

De lo anterior puede dar fe la comunidad de Catacocha, del cantón Paltas en la provincia de Loja, sur de Ecuador. Allí han visto cómo las sequías cada vez son más intensas y, según sus habitantes, las lluvias pueden concentrarse en uno o dos meses —usualmente entre enero y febrero— y son descargas violentas.

El calor provocaba que las reservas de agua se consumieran pronto y hacia agosto ya casi no había agua. Llegaron al extremo de tener líquido apenas una hora al día. Gracias a unas lagunas inspiradas en los paltas — comunidad indígena que habitó esta zona hace más de mil años, en la era preincaica— logran una infiltración subterránea tan controlada y efectiva que el agua que se capta durante los escasos meses de lluvia alcanza para todo el año.

En el cerro Pisaca, la comunidad de Catacocha ha recreado, desde el 2005, un sistema de captación y dotación de agua hecho a base de 250 lagunas artificiales para almacenar el agua lluvia, lo que ha permitido que los habitantes de esta ciudad desértica tengan agua todo el tiempo, obtengan mejores y más abundantes cultivos, y mejor producción en sus animales.

“La zona, de por sí, es una de las más secas de la provincia. Siempre hemos tenido que batallar con la sequía. Pero, si no se siguen tomando las medidas que estamos tomando, lo que sí puede hacer el cambio climático es radicalizar todo. Por eso, es clave el manejo y la protección del sistema que hemos recreado en el Pisaca”, dice José Romero, integrante de la Fundación Naturaleza y Cultura Internacional.

Un arduo trabajo por los humedales

Con cada nuevo informe, los científicos del IPCC lanzan más alarmas. A pesar de las cumbres internacionales de cambio climático y los compromisos políticos de los países, la meta de no sobrepasar un calentamiento global de 1.5 grados centígrados parece más difícil de alcanzar. El problema no es menor ya que, por encima de este valor, “ecosistemas como algunos arrecifes de coral de aguas cálidas, humedales costeros, bosques tropicales y ecosistemas polares y montañosos habrán alcanzado o superado sus límites estrictos de adaptación y, como consecuencia, algunas medidas de adaptación basadas en ecosistemas también perderán su eficacia”, menciona el panel de expertos en su último reporte.

En 2020, un grupo de científicos y expertos en política, en colaboración con UICN y el World Wildlife Fund (WWF), prepararon el Plan de Emergencia para la Recuperación de la Biodiversidad de Agua Dulce, publicado en la revista científica BioScience. En él indicaron que se trata de una crisis que ha sido olvidada por muchos y en la que, desde 1970, se ha perdido o deteriorado el 30 % de los ecosistemas de agua dulce en el mundo.

Además, mencionan que desde mil 700 han desaparecido el 87 % de los humedales continentales y “a pesar de que existen importantes figuras para la protección de estos hábitats, como es la designación de humedales de importancia internacional o sitios RAMSAR, los resultados de estas designaciones no siempre han sido sinónimo de protección y es necesario mejorar los mecanismos de gobernanza, articulación intersectorial y los programas de incentivos que permitan alcanzar buenos resultados de conservación para estos ecosistemas”.

Los autores del artículo consideran que existen varias opciones que pueden ayudar a mitigar estos impactos y reducir los riesgos futuros: la designación de tramos fluviales o humedales bajo figuras de conservación y uso sostenible, el manejo integrado de cuencas hidrográficas, la implementación de programas ambiciosos de restauración ecológica de ríos y humedales, y una mayor aplicación de enfoques comunitarios para conservar especies de valor cultural, comercial o ecológico.

En Colombia y en México se encuentran dos proyectos que le apuestan a esta última opción.

El país sudamericano tiene a La Mojana, un complejo entramado de más de 500 mil hectáreas que forma distintos tipos de humedales y que se ha deteriorado de manera drástica en las últimas décadas. Allí, miles de campesinos adelantan distintos esfuerzos por recuperar sus modos de vida y restaurar las ciénagas, zapales y caños que habitan. De esta manera esperan que las inundaciones y sequías, más impredecibles y fuertes por el cambio climático, los afecten cada vez menos.

Ronald Ayazo, investigador del Instituto Humboldt, menciona que La Mojana ha sido víctima de la degradación de los ecosistemas por inundación y la explotación excesiva de los recursos naturales. Según Ayazo, a lo anterior se suma el cambio climático, que hace que fenómenos como el de La Niña o El Niño sean cada vez más fuertes e impredecibles. Esto “ha reducido la capacidad de la zona para amortiguar las aguas durante las inundaciones y mantener la disponibilidad de este recurso durante las sequías”, señalaba el Instituto Humboldt hace dos años en el libro Territorios anfibios en transición.

En la zona rural de varios municipios mojaneros, a los nombres de las fincas los antecede la sigla ABIF, que significa Agroecosistemas Biodiversos Familiares, y que llegaron hace algunos años de la mano de la Asociación de Pescadores Campesinos Indígenas y Afrodescendientes para el Desarrollo Comunitario de la Ciénaga Grande del Bajo Sinú (Asprocig), el Instituto Humboldt, el Fondo de Adaptación y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud). Esta última entidad calcula que hay algo más de 4 mil 100 agroecosistemas a lo largo de la región y que, en promedio, cada uno tiene una extensión de 2 mil 500 metros cuadrados.

Los ABIF son parte de una serie de estrategias que están encaminadas a mejorar la adaptación al cambio climático de los habitantes de esta zona y a la restauración de los humedales. Allí se utilizan semillas criollas que están adaptadas a las sequías y a las inundaciones.

El sueño de Catherine Toro, de la vereda Perú, en el municipio de Ayapel (Córdoba), es tener un banco de semillas pues está convencida de la importancia que tienen para los campesinos de la región. Recuerda que luego de una inundación en la vereda Boca de Pinto en agosto de 2021, los habitantes de Perú acordaron donar parte de sus cultivos de pancoger, así como de plántulas de distintas especies para que sus paisanos recuperaran lo más pronto posible sus cultivos.

Desde entonces, la comunidad  ha emprendido más viajes a otras veredas aledañas, no solo para aportar con sus cosechas, sino para llevar otro mensaje clave para la región: la necesidad de restaurar los humedales.

Mientras que en Colombia tratan de conservar uno de los ecosistemas de humedales más grandes del mundo, en México intentan recuperar Xochimilco, una zona de humedales ubicada al sur de Ciudad de México y declarada por la Unesco, en 1987, como Patrimonio Mundial de la Humanidad. Allí, las chinampas, antiguos sistemas agrícolas desarrollados desde la época de los indígenas aztecas, han cambiado su esencia, afectando la calidad del agua y alterando el ecosistema al punto que el número de ajolotes, especie icónica de la zona, ha disminuido drásticamente.

Al avance del vertiginoso urbanismo de Ciudad de México después de la década del cincuenta se sumaron la introducción de especies exóticas —particularmente peces como carpas y tilapias— en la década de los sesenta, la aplicación de agroquímicos en algunas chinampas, la descarga de aguas residuales provenientes de viviendas cercanas, el cambio de uso de suelo, la cantidad y calidad de agua disponible y el reemplazo de canoas por lanchas motorizadas para trasladar personas.

Para conservar y reactivar la zona chinampera, desde hace 15 años, científicos del Laboratorio de Restauración Ecológica del Instituto de Biología de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y productores de la zona impulsan un programa integral de reactivación para conservar esta área de humedales y toda la vida que depende de ella.

Las chinampas-refugio son las protagonistas del proyecto. En 2008, el laboratorio comenzó a impulsar la transformación de estos terrenos flotantes con canales rehabilitados para mejorar la vida de los ajolotes y otras especies nativas. Son sitios especiales para promover la restauración del hábitat de estos anfibios y permitirles completar su ciclo de tres etapas: embrionaria, larvaria y adulta, en la que suele ocurrir el proceso de reproducción. Lejos de la amenaza de sus depredadores. Lejos de la mala calidad del agua.

“El resultado son aguas limpias, de muy buena calidad, donde viven ajolotes, ranas y otros animales muy pequeñitos, muy sensibles a contaminantes. Este es nuestro indicador de que estamos haciendo bien las cosas”, dice el chinampero Felipe Barrera.

La conservación de los ecosistemas de agua dulce es una necesidad imperiosa para América Latina, una región altamente vulnerable a la crisis climática. La UICN ha manifestado que frecuentmente se considera a estos ecosistemas como parte de los paisajes terrestres con los que están vinculados, pero que esto es un riesgo para su protección, “ya que se suele reducir su importancia a la provisión de agua fresca cuando, en realidad, entregan una serie de beneficios adicionales como soporte para las pesquerías, secuestro de carbono o reducción del riesgo de desastres”. Los proyectos conjuntos entre científicos y comunidades rurales de la región muestran que la apuesta por buscar soluciones va más allá de garantizar la disponibilidad del agua para consumo humano.

Este trabajo fue publicado inicialmente en MONGABAY LATAM. Aquí puedes consultar la versión original.

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