Por Juan Jaime Loera González y Jesús Hernández Olivas, Ojarasca La Jornada, 17 de octubre 2019.

La sierra Tarahumara, al suroeste del estado de  Chihuahua, es escenario de resistencias y movimientos  activos de comunidades, en su mayoría indígenas  organizadas contra proyectos desarrollistas, que enarbolan  un amplio abanico de expresiones políticas ambientalistas.  Chihuahua posee una de las superficies forestales más importantes  del país: 16.5 millones de hectáreas, de las cuales  7.6 millones son bosques de coníferas y selva baja caducifolia  que se concentran en las montañas, barrancos y valles  que dan forma a la sierra Tarahumara. Estos bosques captan  buena parte del agua que se dispersa por la zona semidesértica  y nutre zonas agrícolas de Sinaloa. La Tarahumara  es una región de gran diversidad cultural al ser territorio de  los pueblos rarámuri (o tarahumara), odame (o tepehuano),  oóba (o pima) y warijo (o guarijío), además de una diversidad  biológica significativa.

Al igual que otros territorios indígenas, la Tarahumara  ha experimentado un incremento en las últimas décadas en extracción y explotación de recursos energéticos, forestales,  mineros y acuíferos. Esta situación ha generado conflictos socio-  ambientales siguiendo la pauta de la realidad a nivel nacional.  Desde 2016 se documentan en el país 420 conflictos  socio-ambientales. La mayoría afectan población y territorios  indígenas, con fuerte presencia en Chihuahua y Oaxaca  (Toledo 2015). De igual manera, EJOLT Project ubica a México  en el décimo tercer lugar del atlas mundial en cantidad de  conflictos ambientales. En la misma tendencia, la CEPAL indica  que en América Latina entre 2010 y 2013 hubo más de  200 conflictos en territorios indígenas ligados a actividades  de generación de energía, explotación de hidrocarburos y  minería, y otros más se encuentran en confrontación latente.  Cálculos conservadores de la Secretaría del Medio Ambiente  y Recursos Naturales (Semarnat) reconocen que la deforestación  avanza a un ritmo de entre 316 mil y 800 mil hectáreas  anuales, la erosión afecta 45 por ciento del territorio nacional,  casi 2 millones 600 mil especies de plantas y animales  están en peligro de extinción y 100 acuíferos se encuentran  sobreexplotados.

La región Tarahumara es de las zonas del país que presenta  mayor daño en su cobertura arbórea. De 2001 a 2017  perdió 19 mil 100 hectáreas, según Global Forest Watch. Guadalupe  y Calvo es uno de los municipios con más pérdida de  árboles: de 2001 a 2017, por lo menos, 3 mil 014 hectáreas  registraron esta situación.

Un dato crucial para entender la magnitud de la extracción  de recursos maderables es el volumen de metros cúbicos  autorizados por la Semarnat en la Sierra Tarahumara,  que entre 2014 y 2016 llegó a 6 millones 446 mil 694 metros  cúbicos. Los aserraderos autorizados y las denuncias de tala  ilegal son constantes.

A pesar de esta degradación, las políticas públicas del  gobierno pasado, a través del Programa Nacional Forestal  2014-2018, se proponían “incrementar la producción forestal  maderable de 5.9 millones de metros cúbicos a 11 millones  en 2018”, sin un plan viable para poner en el centro de todo la  sustentabilidad de los sistemas de producción campesinos,  verdaderos dueños de los bosques y quienes mejor los han  manejado. Al interior de los poderes públicos no hay contrapesos  a los verdaderos causantes de la deforestación: agroindustria,  ganadería, tala ilegal o narcotala, grandes megaproyectos  y otras causas de cambio de uso del suelo.

Narcotráficofactor transversal

Dentro de los factores que agravan la violencia estructural en la Tarahumara están el cultivo y transporte  de amapola y mariguana. La actividad no es nueva para la  región, pues ya desde la década de los setenta y ochenta el “triángulo dorado” entre Sinaloa, Durango y Chihuahua era  conocido internacionalmente por la producción de enervantes.  El narcotráfico ha cambiado dramáticamente las relaciones  sociales, configuraciones de movilidad y patrones de  producción en la región.  Se ha extendido la narcosiembra, y los grupos que buscan  el control de la amapola también han despojado a las  comunidades de su territorio y recursos. En 1996 se tenían  identificados cinco municipios de la sierra donde se sembraba  droga; actualmente son 20 (Diagnóstico y Propuestas sobre  la violencia en la Sierra Tarahumara, Consultoría Técnica Comunitaria,  2018).  Además de una creciente diversificación geográfica, se  desarrolla la diversificación de actividades del crimen organizado.  Los habitantes señalan un mayor control en la venta de  madera, alimentos, bebidas alcohólicas y productos piratas.  La violencia practicada por los grupos armados muestra mayor  grado de sadismo y crueldad. Familias enteras, indígenas  y mestizas, abandonan rancherías y comunidades hacia centros  urbanos en busca de mejores condiciones de vida.

Agresión y persecución ambiental

Degradación ambiental y presencia del narcotráfico traen de la mano violencia contra comunidades e individuos  afectados por las grandes inversiones turísticas,  maderería, construcción de aeropuertos, la contaminación  de ríos y arroyos con desechos de hoteles y minas, las actividades  del crimen organizado, el crecimiento urbano y  recientemente la construcción de gasoducto El Encino-Topolobampo  a lo largo de la sierra. Las luchas emanadas a  raíz de intervenciones desarrollistas en territorio indígena  traen consigo denuncias y movilizaciones que desafían las  relaciones de poder local y federal, alcanzando incluso a las  corporaciones transnacionales.  Existen casos paradigmáticos de luchas colectivas bajo  amenaza, con muertes, desplazamiento de familias y trastornos  sociales y culturales. El caso más visibilizado por la  prensa fue el asesinato del defensor rarámuri Julián Carrillo  Martínez el 24 de octubre de 2018. Carrillo dedicó los últimos  años de su vida a denunciar el despojo del territorio que han  sufrido históricamente los habitantes de su comunidad Coloradas  de la Virgen, municipio de Guadalupe y Calvo, dentro  del “triángulo dorado”.  El asesinato de Julián no es aislado ni consecuencia colateral  de la delincuencia. Forma parte de procesos históricos  de violencias sistemáticas y estructurales que propician  un clima de impunidad para los perpetradores de crímenes  contra defensores del territorio y el medio ambiente. Otros  crímenes lo anteceden: en 2016, su hijo Víctor y otros seis  integrantes de la comunidad fueron asesinados; en julio de  2018, su yerno; finalmente él, después de refugiarse varios  días en el monte.  Todos los crímenes fueron similares: las víctimas estaban  en situación de indefensión y vulnerabilidad tras denunciar  irregularidades, despojo sobre el territorio o amenazas. Sin  embargo, responsabilizar completamente de los asesinatos  al crimen organizado impide vincular responsabilidades  políticas profundas. La ausencia de las autoridades en cada  uno de los casos evidencia que el Estado ha omitido acciones  para prevenir y evitar los asesinatos contra los defensores  indígenas. Su inacción está presente en todos los casos de  agresiones, lo cual representa una violencia sistemática por  omisión de sus responsabilidades.  Julián Carrillo contaba con medidas de protección por  parte del Mecanismo de Protección para Defensores de  Derechos Humanos y Periodistas, adscrito a la Secretaría  de Gobernación. Esas medidas fueron implementadas en  2014, destinadas a proteger a Julián y otros líderes rarámuri,  así como a sus familiares, quienes, no debe pasarse por alto,  viven desplazados del municipio de Guadalupe y Calvo. En  tanto, los abogados que han acompañado a las comunidades  de Choréachi y Coloradas de la Virgen viven con medidas  de protección permanentes.  Durante décadas en Chihuahua, estas violencias han  normalizado las agresiones contra defensores indígenas,  que pueden repetirse porque permanecen impunes, lo cual  facilita el despojo y la ocupación de territorios. Como apunta  Devalle (2000; 17), “donde la violencia se desarrolla, ésta  adquiere para las clases dominantes el peso de un ‘valor’, es  decir, de condición normal de la vida, necesaria para mantener  el orden existente, legitimada como ‘el derecho’ de los  que tienen el poder”. Quienes detentan el poder en la sierra  de Chihuahua son los caciques que han tenido la propiedad  de la tierra favorecidos por las reformas del Estado, así como  los grupos del crimen organizado que se instalaron desde la  década de 1970 como autoridades de facto en los municipios  de la sierra Tarahumara.  El caso de Julián es sólo el más reciente, visibilizado por  Amnistía Internacional. Sin embargo, la lista de asesinatos  y amenazas a defensores rarámuri es larga y dolorosa: Juan  Ontiveros Ramos, asesinado el 31 de enero de 2017 en Choréachi;  Isidro Baldenegro, asesinado el 15 de enero de 2017  en Coloradas de la Virgen; Jaime Zubía Ceballos y Socorro  Ayala, asesinados en 2013 en Choréachi, entre otros.  Las organizaciones que acompañan luchas comunitarias  también sufren amenazas. La Asociación Civil Bowerasa recibió  las primeras amenazas de muerte en 2009, después de  su exitosa defensa jurídica del municipio de Carichí contra  caciques ganaderos. Un año después fue ultimado el defensor  Ernesto Rábago, pareja de la directora, quien a su vez fue  víctima de un atentado fallido, y en otra ocasión su hija. En  el ejido Benito Juárez, municipio Buenaventura, integrantes  de El Barzón habían denunciado la extracción inmoderada e  ilegal de agua de la cuenca del río del Carmen por parte de  agricultores influyentes y la minera El Cascabel, subsidiaria  de la canadiense Mag Silver. Ismael Solorio y su hijo fueron  golpeados por empleados de la minera, la cual junto al gobierno  estatal emprendió una campaña mediática contra la  organización. En octubre de 2012, Ismael Solorio y su esposa  Manuela Solís fueron amenazados de muerte y ese mismo  mes fueron asesinados por sicarios. La asamblea ejidal resolvió  expulsar a la minera y prohibir toda actividad de ese tipo  en su territorio. Tres años después el asesinato sigue impune,  y recientemente en el municipio de Villa Ahumada fue ejecutado  otro defensor de El Barzón por causas relacionadas  (Almanza 2016). 

La estigmatización como violencia

Son varios los mecanismos del Estado para estigmatizar,  amenazar y reprimir defensores de derechos territoriales  y ambientales en la Sierra Tarahumara (Almanza 2016). Una  primera reacción de los inversionistas públicos y privados  de proyectos que afectan a las comunidades es eclipsar a la  población propietaria y/o poseedora de las tierras. En segundo  lugar, cuando la movilización hace visibles las demandas  comunitarias, la intervención se proyecta como única opción  viable para desarrollar la economía local. Y cuando los sujetos  alcanzan victorias legales, se dan condiciones para ataques  físicos contra activistas locales, asesores y acompañantes  de la sociedad civil.

Dos casos ejemplifican luchas comunitarias que alcanzan  victorias legales y que posteriormente se convierten en conflictos  que estigmatizan a los opositores al Proyecto Turístico  Barrancas del Cobre y el gasoducto El Encino-Topolobampo.  El proyecto turístico inició en 2008 con la construcción de un  teleférico y tirolesas en el Cañón del Cobre (Almanza y Guerrero  2014). Dos particulares ostentaban la propiedad legal  de tierras en sitios de los que se habían apropiado en décadas  anteriores, a pesar de la ocupación ancestral de comunidades  rarámuri. Al inicio de las obras, los particulares de la  familia Sandoval y Elías Madero buscaban el desplazamiento  de familias de Witosachi y Mogotavo, sin lograrlo, pues las  comunidades interpusieron amparos judiciales. La primera  ya obtuvo un fallo favorable a la certificación de su propiedad,  y la segunda espera la sentencia.

A orillas de la ciudad de Creel, la comunidad rarámuri de  Repechique se amparó exitosamente contra el aeropuerto internacional,  cuya construcción se emprendió sin el consentimiento  libre, previo e informado. En este contexto, se anunció  el paso del gasoducto El Encino-Topolobampo por los municipios  serranos de Carichí, Bocoyna y Guazaparez, afectando  comunidades indígenas y ejidos como Bahuchivo, Cuiteco y  San Luis de Majimachi. La mayoría de estos otorgaron su consentimiento  bajo procedimientos apresurados, faltando a los  protocolos establecidos. Repechique, la misma comunidad indígena  que logró el amparo contra el aeropuerto, junto con la  comunidad indígena de San Luis de Majimachi, y asociaciones  civiles lo buscan ahora contra el gasoducto.

Ante los triunfos de algunas comunidades contra los  megaproyectos, el hostigamiento tomó diversas formas. Por  una parte se iniciaron auditorías irregulares ordenadas por  el Estado contra la Consultoría Técnica Comunitaria (CONTEC),  y se presentaron amenazas de muerte a miembros de  la comunidad. También se hizo evidente una estigmatización  en medios de los defensores de derechos humanos, como  el director de Tierra Nativa y especialmente el jesuita Javier  Ávila, cabeza de la Comisión de Solidaridad y Defensa de los  Derechos Humanos en la región serrana. 

El futuro frágil

Los escenarios posibles para la región son inciertos. Se  han logrado sentencias legales exitosas del territorio que  ofrecen una luz de optimismo para resolver las demandas de  las comunidades. Pero dichas victorias no representan el final  de un conflicto, implican potencialmente represalias y mayor  violencia.

Hay una resolución sin precedentes digna de recordar.  Tras más de 20 años de lucha jurídica, el Tribunal Superior  Agrario reconoció plenamente sus derechos territoriales a  la comunidad rarámuri de Choréachi (Guadalupe y Calvo). El  conflicto se remontaba a la sobreposición gubernamental de  linderos con la comunidad mestiza Colorada de los Chávez,  pretendiendo que Choréachi estaba dentro de su territorio e  intentando despojarlo.

La sentencia revoca una anterior del Tribunal Unitario  Agrario de Distrito en Chihuahua contra la comunidad. Ahora  se les reconoce y respeta el ejercicio de su autonomía y  libre determinación, otorgándoles la calidad de propietarios,  que han demostrado inmemorial. Choréachi tiene derecho a  su territorio (32 mil 832 hectáreas) al ser preexistente al ejido  Pino Gordo y las comunidades agrarias Coloradas de los  Chávez y Tuaripa. La lucha y la victoria judicial se conciben  por la comunidad como la aceptación de su responsabilidad  de preservar la esencia rarámuri y recordar a los defensores  que perdieron la vida (Milla, 2018). La sentencia sienta precedente  y abre la puerta a otras comunidades indígenas. Sin  embargo, ante posibles represalias por la resolución, se pidió  a la Fiscalía General del Estado y la Dirección de Derechos  Humanos, de Gobernación, protección para los habitantes  de la comunidad y los integrantes de Alianza Sierra Madre. 

Referencias

Susana B.C. Devalle,“Violencia: estigma de nuestro siglo”. En  Poder y cultura de la violencia, compilado por Susana B.C. Devalle,  15-31. México: El Colegio de México, 2000.

Horacio Almanza, “Criminalidad Ambiental de Estado en los  territorios indígenas del norte de México” En Ecopolíticas Globales,  Medio Ambiente, Bienestar y Poder, editado por Piergiorgio Di  Giminiani, Ángel Aedo, Juan Loera González, 193-230. Santiago  de Chile: Hueders, 2016.

Horacio Almanza, y Rafael Guerrero. Paradojas del turismo:  entre la transformación y el despojo. Los casos de Mogotavo y Wetosachi,  Chihuahua, México. Revista de Análisis Turístico, 18(1):  45-56, 2014.

Francisco Milla, “Tras 21 años de litigios, reconoce Tribunal  Superior Agrario derechos territoriales a comunidad rarámuri  de Choréachi tras demostrar su propiedad inmemorial”. Diario El Puntero, 23 de octubre de 2018: https://elpuntero.com.  mx/n/86569

Víctor Toledo, Ecocidio en México. México: Grijalbo, 2015.

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