Por Iván Restrepo, La Jornada, 22 de mayo de 2023.

Téliz Ortiz nació en Orizaba en 1931. Estudió en la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, donde obtuvo en 1954 el título de ingeniero agrónomo. Luego de trabajar en su especialidad y ser uno de los fundadores del Colegio de Postgraduados de Chapingo, logró en 1958 la maestría en ciencias en la Universidad de Cornell, en Nueva York, y en 1965, el doctorado en la de Wisconsin, la más prestigiosa del vecino país en temas ­agropecuarios.

De nuevo en México desempeñó diversos cargos en Chapingo, otros centros de enseñanza superior y el sector público. Fue Consejero agropecuario y forestal de México para la Comunidad Económica Europea. Y uno de los fundadores de la Sociedad Mexicana de Fitopatología, que llegó a presidir.

Con el doctor Téliz Ortiz llevé una excelente relación y tuve discusiones sobre un tema que los últimos 80 años tiene en el mundo gran importancia: los agroquímicos. Él era partidario de aplicarlos para combatir las plagas que afectan los cultivos y aumentar las cosechas. Cabe recordar que nuestro país fue cuna de la Revolución Verde, que acabaría con el hambre en el planeta. No fue así, como está comprobado. Y los plaguicidas hacen parte de esa revolución.

Por mi lado, estaba contra su uso indiscriminado por los daños que ocasionan a la salud y al ambiente. En diversas ocasiones Téliz Ortiz me invitó a Chapingo a exponer nuestros puntos de vista a los alumnos de esa prestigiosa institución. Al final de las discusiones solíamos llegar a una conclusión: el sector público carecía de una legislación adecuada para evitar los efectos nocivos de los agroqúimicos, mientras no se apoyara decididamente la investigación para sustitiuirlos (control biológico de plagas, abonos obtenidos en las comunidades, por ejemplo) eran necesarios para evitar el colapso de la producción agropecuaria. Igualmente, que era indispensable trabajar con los agrónomos y otros especialistas en lograr una economía campesina y que el gobierno atendiera preferentemente a las comunidades indígenas, las más necesitadas.

Él estaba de acuerdo en prohibir los agroquímicos más letales; y los autorizados, aplicarlos bajo estrictas medidas de seguridad. Ello fue resultado de ser en dos ocasiones director de Sanidad Vegetal, lo que le permitió ver in situ lo que ocurría con dichos compuestos.

En uno de esos encuentros denuncié el papel que muchos agrónomos desempeñaban como extensionistas de la Secretaría de Agricultura, pues en vez de orientar a los campesinos sobre las mejores prácticas de cultivo, eran propagandistas de las trasnacionales agroquímicas, alentando su uso y sin advertirles los efectos que ocasionarían. La denuncia ocupó la atención de la prensa. La respuesta de las autoridades, el silencio.

A mediados de los años 80, apareció en escena el glifosato. Supe de él como parte del grupo que por encargo de la Organización de Naciones Unidas atendimos las denuncias de los pueblos originarios que viven en ese tesoro natural y único que es la Sierra de Santa Marta, en el norte de Colombia. Allí el gobierno aplicaba el herbicida para erradicar cultivos ilícitos. Documentamos los daños a la flora, la fauna y la vida social y económica de las comunidades. Nuestro crítico informe se tomó en cuenta apenas en 2015, cuando se prohibió en dicha nación el glifosato.

En los años 80 poco se hablaba de él en México y se desconocían los graves daños a la salud que ocasionaba. Lo harían después la prestigiosa toxicóloga Lilia A. Albert, Fernando Bejarano, Green Peace, Marisa Jacott y muchos otros defensores de la naturaleza y la salud.

A casi 40 años de esa presencia maligna, el glifosato sigue entre nosotros. Y especialmente en las siembras de soya en Brasil y Argentina, con efectos desastrosos para la población y la naturaleza.

Una modesta propuesta: recuperar al máximo los miles de millones de pesos que se robaron funcionarios en Segalmex (dependencia creada este sexenio supuestamente para ayudar a los campesinos) y destinarlos a investigaciones para lograr el control biológico de las plagas.

Imagen de Jan Amiss en Pixabay

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