Por Ek del Val de Gortari y Ana María Flores Gutiérrez, Nexos, 20 de marzo de 2023.

La agricultura es un invento humano que data de hace 12 000 años. Durante la mayor parte de este tiempo, nos alimentamos adecuadamente de productos cultivados de manera tradicional, sin utilizar insumos externos. En cambio, la manera actual de cultivar solamente lleva sesenta años. La agricultura tradicional estaba interconectada con diferentes ecosistemas, se practicaba en porciones de terreno que se utilizaban por algunos años, y después se dejaban descansar para permitir la regeneración de los bosques. Esto quiere decir que en cada región del mundo las prácticas estaban adecuadas a las particularidades de la tierra y del clima. De este modo, la biodiversidad y los suelos se podían recuperar y era posible una coexistencia entre los ecosistemas naturales y los intervenidos por la acción humana.

Evidentemente, la población humana de hace 12 000 años era menor. Hoy en día el número de personas que tenemos que alimentar ha crecido de manera exponencial, y con ello la forma de producción ha cambiado radicalmente. Sólo en México, en los últimos cien años, pasamos de ser 13.7 millones en 1900 a 126 millones en 2020, es decir que la presión por producir alimentos resultante del crecimiento demográfico ha aumentado de manera tal que ha implicado la tecnificación y masificación de la agricultura a un costo muy alto.

La fertilización de las tierras utilizaba abonos provenientes de materia orgánica y guano, los cuales no sólo son alimento de las plantas, sino de una gran diversidad de pequeños organismos descomponedores. En cambio, la agricultura actual utiliza nitratos y amonios producidos por medio de reacciones químicas en laboratorios y fábricas. Eso trajo consigo un exceso de fertilización, ya que no todo lo que se aplica lo digieren las plantas, lo que ha implicado contaminación de cuerpos de agua y mantos freáticos. Al mismo tiempo, cuando la fertilidad del suelo ya no fue una limitante para los cultivos, se optó por sembrar grandes extensiones de monocultivos, los cuales representan la situación ideal para la reproducción y crecimiento de poblaciones de plagas. Esto se debe a que cuando una población de insectos herbívoros, como pulgones u orugas, se encuentra ante un monocultivo de grandes proporciones, puede crecer sin restricciones. Esto es el resultado de que tienen alimentos ilimitados y a que en estos cultivos están ausentes sus enemigos naturales, como las avispas, arañas o tijerillas que son depredadoras.

A esta revolución en las formas de producción de alimentos basadas en un alto uso de fertilizantes se le conoce como la revolución verde, que no tiene nada de verde porque más bien ha implicado que el mundo se vuelva cada vez más gris por la cantidad de gases de efecto invernadero que se liberan a la atmósfera. Con la masificación de los cultivos y la aparición de plagas cada vez más voraces, los insecticidas también se han vuelto parte indispensable en la producción de alimentos y sin duda se utilizan en exceso. Como ejemplo, en 2019 en México se reportó la utilización de 28 000 toneladas de insecticidas, equivalente a 750 millones de dólares. Desgraciadamente, la gran mayoría de estos insecticidas son muy tóxicos y no necesariamente cumplen con su cometido de eliminar las plagas, puesto que muchos insectos se han vuelto resistentes. Además, los enemigos naturales que antes funcionaban como controladores naturales de los insectos considerados plaga, también son eliminados por los insecticidas. Aunado a esta problemática, muchos de los insecticidas que se usan en la agricultura en México también son tóxicos para los humanos y nos llegan porque se van acumulando en los suelos y en el agua.

Insecticidas de alta toxicidad

Existe una regulación rigurosa a nivel mundial para los agroquímicos, que clasifica aquellos que son particularmente nocivos y los denomina como Plaguicidas Altamente Peligrosos (PAP) por implicar una o más de las siguientes características de riesgo: toxicidad aguda capaz de causar daño a la salud humana en el corto plazo; toxicidad crónica que en el largo plazo puede derivar en cáncer, mutaciones genéticas, daño reproductivo u alteraciones hormonales en humanos; o provocar daños ambientales nocivos en organismos acuáticos; causar la mortalidad de polinizadores. Es por estas razones que están restringidos por la Convención de Estocolmo, la Convención de Rotterdam y por el Protocolo de Montreal. Dentro de esta categoría de HHP hay 183 ingredientes activos, de los cuáles 63 % son insecticidas y 45 % son tóxicos para las abejas.

Desafortunadamente, en México tenemos una regulación mucho más laxa: 65 de estos compuestos considerados como PAP, prohibidos ya en muchos países, están permitidos en nuestro país. Por ejemplo, el tan conocido DDT que ha tenido consecuencias muy nocivas para el ambiente y el cual debería estar prohibido, aún está en la lista de compuestos permitidos para uso restringido. Otros ejemplos son el Parathion, el Lindano o el Clorpyriphos, que están en el mercado con diferentes nombres y deberían estar prohibidos según las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. Se están haciendo cambios en la legislación nacional, pero aún no se concretan.

Claramente, tenemos un problema grave de regulación, pero también de manejo. La mayoría de los agricultores hoy en día utilizan estos compuestos y no se imaginan una producción de alimentos sin ellos. Dado que ya llevan décadas produciendo de esta manera, consideran muy riesgoso abandonar el uso de estos compuestos insecticidas puesto que temen pérdidas en su productividad. Sin embargo, debido a las repercusiones tan negativas tanto en el ambiente como en la salud humana, es fundamental transitar hacia otras formas de manejo agrícola. Las alternativas que se proponen implican una transición que considere a los sistemas agrícolas no solamente como productivos sino como agroecosistemas, es decir, como sistemas integrales donde los productos agrícolas cumplan también funciones ecosistémicas. Esta concepción reconoce los servicios que proveen los ecosistemas como la regulación de plagas a través del mantenimiento de los enemigos naturales, la fertilización a través de la incorporación de materia orgánica proveniente de los restos del cultivo y abonos animales, así como el descanso de las tierras.

Como se mencionó antes, esta forma de producción no es una cuestión novedosa, más bien implica recordar los orígenes de la agricultura aplicando los conocimientos actuales sobre el funcionamiento de los ecosistemas. Para disminuir el uso de insecticidas altamente tóxicos es necesario realizar un manejo integral de plagas. Esto implica el restablecimiento de las poblaciones de reguladores naturales y, por lo tanto, la presencia de vegetación nativa diferente a los cultivos (ya sea en parcela aledañas o alrededor de la siembra), la utilización de trampas, o incluso utilizar insecticidas que sean de producción local basados en compuestos orgánicos biodegradables o con menor toxicidad.

Para reducir los efectos tóxicos y negativos del excesivo uso de insecticidas, los esfuerzos deben enfocarse en promover técnicas agroecológicas con éxito demostrado. Claro está que es fundamental reconocer la diversidad de formas de cultivo que existen en México, considerar el gradiente que va desde los agricultores de subsistencia a los cultivos en grandes extensiones para exportación; si logramos entender a los sistemas agrícolas más allá del producto y reconocerlos como agroecosistemas, estaremos promoviendo una producción de alimentos más sana y más sustentable en el largo plazo.

Ek del Val de Gortari
Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad, UNAM

Ana María Flores Gutiérrez
Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad, UNAM

Imagen de Th G en Pixabay

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