Por GRAIN, Biodiversidad LA, 17 de agosto de 2022.

“No podemos depender de aquellos que crearon nuestro desigual sistema alimentario para mejorarlo”

Corinna Hawkes y otros,  The Lancet, julio de 2022

Las primeras batallas

Desde su consolidación en las décadas del 1960 y 1970 en diferentes partes del mundo, la Revolución Verde se topó con una fuerte resistencia por parte de campesinas y campesinos, comunidades locales y la sociedad civil en general. Para quienes no la conocen, la “Revolución Verde” fue una iniciativa de las fundaciones estadounidenses Ford y Rockefeller, las cuales decidieron destinar la riqueza de ambas familias, amasadas en la industria de automóviles (Ford) y del petróleo (Standard Oil), con el fin de aumentar la productividad agrícola en lo que hoy se conoce como el Sur global. En ese entonces, la intención era “llenar los estómagos hambrientos” con el fin de detener la expansión del comunismo, principalmente en Asia y América Latina. De ahí el nombre revolución verde en oposición a la revolución roja.

La “aventura”, como la llamaron sus fundadores, comenzó en Filipinas con la creación del Instituto Internacional de Investigación sobre el Arroz y continuó en México con el Instituto Internacional de Investigación sobre el Maíz y el Trigo. En 1971 las fundaciones transfirieron la responsabilidad al Banco Mundial, que aceptó alojar una secretaría internacional para lo que se había convertido en una red de 16 centros internacionales de investigación agrícola, cada uno estrechamente conectado con sus contrapartes a nivel nacional con el fin de lograr un máximo alcance.

En esencia, estos centros eran laboratorios de mejoramiento vegetal, y a medida que se pusieron a trabajar, reemplazaron la increíble biodiversidad y riqueza cultural y de saberes que dio como frutos el trigo, el maíz, el arroz y las papas, con cultivos extremadamente estandarizados llamados cultivos “de alto rendimiento”. Para crecer bien, las nuevas semillas, como aprenderían los agricultores con el tiempo, requerían de un paquete de fertilizantes químicos, riego y pesticidas. Fueron promovidas a través de subsidios gubernamentales y mecanismos de crédito condicionado (no hay préstamos a menos que uses las semillas correctas), y para las ascendentes corporaciones internacionales de semillas significaron el comienzo de su nuevo papel como vendedoras de semillas —híbridas primero y transgénicas posteriormente—, a esta nueva clientela cautiva. En la década del 2000 Bill Gates, cofundador de Microsoft, se enamoró de esta iniciativa y comenzó a financiar de manera directa diversos centros internacionales de investigación, como también proyectos similares, por ejemplo, la Alianza para una Revolución Verde en África.

En algunos lugares esta estrategia aumentó la producción de cereales, pero a costa de un daño tremendo. Eliminó la biodiversidad y el conocimiento que la gente tenía sobre ella, destruyó los suelos, envenenó las fuentes de agua, trajo problemas de salud para muchas comunidades producto de los agroquímicos y las dietas de monocultivos, y endeudó a los agricultores. A pesar de esto, 70 años después, se sigue promoviendo como la respuesta para alimentar al mundo. No es de extrañar, entonces, que exista un fuerte contra-movimiento, proveniente tanto desde las bases como también de aliados de la comunidad de ONG. Actualmente, dicho contra-movimiento se ha unificado en torno a la promoción de la “agroecología” como antídoto contra el “sistema alimentario industrial”. Las palabras y el contexto han cambiado, pero sigue siendo la misma batalla que cuando luchamos contra la Revolución Verde original.

Una disyuntiva preocupante

Lo preocupante hoy en día es la tendencia, por parte de estos movimientos y sus aliados, de querer aprovechar el mismo dinero y a los responsables de haber creado el problema, como plataforma para la búsqueda de una solución. Bastante a menudo escuchamos a esta gente afirmar que la tarea no consiste sólo en dejar de financiar la agricultura industrial (el equivalente actual de la Revolución Verde), sino que “en su lugar” hay que poner esos fondos al servicio de la agroecología o de los pequeños agricultores. Lo mismo está sucediendo en el debate climático, donde muchas campañas llaman a movilizar fondos (a través de cancelación de deuda, de impuestos a la emisión de carbono, de reparaciones o como una obligación surgida del Acuerdo de París) y destinarlos a energías renovables “en lugar de” a los combustibles fósiles.

Si bien es cierto que se necesita financiamiento para concretar muchas iniciativas, esta forma de razonamiento binario (como si se tratara simplemente de presionar un interruptor) puede terminar por despolitizar el asunto y por lo tanto convertirlo en una trampa. El dinero, como la tecnología, no es neutral. Tampoco lo son los actores que lo poseen, fomentan o simplemente lo entregan. En particular, las instituciones son todo menos neutrales. Ya sea que se mire al Banco Mundial, a Goldman Sachs o a BlackRock, a la Fundación Bill y Melinda Gates, a Rockefeller o al FIDA, al gobierno francés, japonés o británico, el dinero que mueven responde a una determinado objetivo, es decir, es fundamentalmente político. No se puede simplemente retocar un programa, mover el dinero en una dirección diferente y creer que ahora las cosas “están bien”. No es así como funciona.

Aprendimos esto hace un largo tiempo, luchando junto a nuestros aliados contra los institutos de investigación de la Revolución Verde “original” y sus patrocinadores. Con el fin de destruir la biodiversidad a través de la propagación masiva de semillas uniformes, estos centros de investigación construyeron bancos de semillas. Sin embargo, estos bancos acarreaban enormes problemas. Estaban centralizados; intentaron congelar semillas vivas y las pusieron fuera del alcance de los agricultores, ya que se crearon principalmente para servir a los científicos. Los bancos fueron vistos como una bofetada a las comunidades desde donde se tomaron las semillas (sin el consentimiento o el conocimiento de éstas). Argumentamos que la única forma de realmente conservar la diversidad, de una manera científicamente sensata y políticamente justa, es con la gente en sus comunidades agricultoras, en su tierra y bajo su propio control. Después de muchos años de lucha, los institutos de la Revolución Verde parecieron estar de acuerdo con esto. Sin embargo, la “conservación en finca” como la llamaban, les permitió recaudar fondos, establecer algunos programas (de los cuales no sabían ni lo más mínimo) para luego afirmar que estaban cumpliendo con el objetivo de “conservación”. Nunca pasó de ser una gota de agua en el mar. Pero les dio más dinero, más poder y una nueva legitimidad, porque ahora aceptaron las críticas y estaban a la altura de las demandas sociales.

Demasiadas similitudes observamos en esta historia en comparación a otros escenarios y otros actores. ¿El resultado? Según nuestra experiencia, sólo fue pérdida de tiempo. Así, aprendimos que no se puede agarrar a un mal actor, orientarlo en una nueva dirección, o dotarlo de un nuevo objetivo y esperar que lo haga bien. Aunque las instituciones y las personas cambian, también están profundamente arraigadas en sus orígenes, sus raíces y su historia, y esas cosas no desaparecen.

El peligro de la despolitización

La lógica de cambiar objetivos también es potencialmente peligrosa, porque puede desviar la atención del verdadero origen del problema: el capitalismo y la desigualdad que genera. En lugar de enfrentar al poder y realmente cambiar su origen y funcionamiento, simplemente movemos algo de dinero en una dirección diferente, casi como si el dinero fuese la solución en sí.

Muchos afirman que no podemos simplemente “ir en contra” de las fuerzas que impulsan la agricultura industrial (desde los fondos de pensiones hasta la legislación de patentes). Dicen que además tenemos que impulsar un programa propositivo, ya sean investigaciones agroecológicas o derechos de los agricultores. Estamos de acuerdo con esto último, pero creemos que debemos hacer ambas cosas. Nunca tendremos éxito en impulsar la agenda correcta a menos que abordemos la fuente del problema. Se podría argumentar que las grandes fundaciones como Rockefeller o Gates, los gigantes de la agroindustria como Nestlé, Syngenta o Cargill y los bancos de desarrollo como el FMO de los Países Bajos o el Proparco de Francia no deberían existir. La gran concentración de poder y riqueza que todo esto representa, a causa del capitalismo, el colonialismo y la injusticia racial, es justamente de lo que tenemos que alejarnos. Esto significa no agregar una agenda agroecológica a sus inmensas operaciones, o poner parte de sus fondos en el circuito de los pequeños agricultores.

Al desafiar el sistema alimentario industrial, al igual que como lo hacemos con el cambio climático, debemos asegurarnos de ir a la fuente del problema, no trabajar alrededor de ella, o peor aún, con ella.

Fuente: GRAIN

Foto de jean wimmerlin en Unsplash
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