Por Juan Mayorga / Mongabay Latinoamérica, Animal Político, 17 de abril de 2022.

Cuando conoció la goma del chicozapote (Manilkara zapota), Thomas Adams no pensó en una golosina para entretener la dentadura, sino en un sustituto para el caucho extraído del Hevea brasiliensis, con el cual poder fabricar llantas o botas. Pero el látex del chicozapote, que crece en el sureste de México, no tiene la resistencia y elasticidad que su pariente sudamericano, así que el inventor y empresario estadounidense se vio obligado a buscar otras alternativas.

La visión de Adams se amplió en Nueva York, cuando conoció al entonces exiliado expresidente de México, Antonio López de Santa Anna. El caudillo era fiel a la costumbre —practicada tanto por mexicas como mayas, según registros históricos que incluso le atribuyen al náhuatl el origen de la palabra: tzictli— de mascar goma de chicle para calmar los nervios o por sus efectos para tener una dentadura sana. Adams decidió explorar la idea de comercializar la goma de mascar, ajustando la consistencia y agregando sabores.

Lo que no necesariamente se conoce de esta historia es que la extracción del látex del chicozapote es una actividad que ayuda a conservar los bosques tropicales del sureste de México, pues obliga a los productores a cuidar el hábitat de estos árboles.

“Desde el siglo XIX, los chicleros se acostumbraron a cuidar no sólo los árboles de chicozapote como especie guía de la ecología del bosque, sino también todo su entorno, porque vieron que afectar a otras especie dañaba al chicozapote y la producción de chicle”, explica el ingeniero forestal Gerardo Ramírez, gerente de producción del Consorcio Corporativo de Productores y Exportadores en Forestería S.C. de R.L, mejor conocido como Consorcio Chiclero, agrupación de cooperativas que procesa y comercializa la goma de chicle que se extrae de los ejidos de Quintana Roo y Campeche.

“La extracción de chicle es totalmente sustentable y compatible con la conservación del monte”, afirma Hugo Galletti, director técnico forestal de la Asociación de Productores Ejidales de Quintana Roo. “Esta actividad ayuda a mantener el aprovechamiento del monte y los controles para que no haya clandestinaje y no destinen más áreas al uso agrícola o ganadero”.

La  extracción de chicle ofrece a las comunidades forestales ingresos mayores al promedio de otros trabajos (como la agricultura, la albañilería o venta de comida), con los cuales pueden financiar sus actividades de conservación del bosque, que incluyen la recolección de semillas, la producción de plantas en invernadero y la reforestación. Esto lo sabe bien Rubén Ayuso, chiclero de 53 años que alterna la pica del chicozapote con su oficio de albañil en el ejido Tres Garantías, en Quintana Roo. “Acá el jornal está a 200 pesos (unos 10 dólares), pero en el chicle puedes ganar tres veces más”, explica.

Además, el desarrollo de la actividad chiclera ha impulsado la elaboración de planes de manejo forestal, certificaciones internacionales y otras prácticas de conservación del bosque tropical. Y recientemente, ha llevado a distintos ejidos —Tres Garantías entre ellos— a trabajar en el manejo de sus acahuales o huamiles como se le llama al bosque secundario: fragmentos de la selva que fueron deforestados para ganadería o agricultura y que, una vez abandonada esa actividad, recuperan su cubierta vegetal de manera natural.

De esta forma, la industria chiclera conserva y abona a la recuperación de la selva maya.

La “ordeña” de un árbol

La familia de las sapotáceas es la más abundante en el sur de la Península de Yucatán, y a ella pertenece el árbol de chicozapote. En una sola hectárea de estos bosques tropicales puede haber hasta 30 árboles de Manilkara zapota, pero en la misma superficie sólo se halla una caoba.

Quizá muchos ubiquen al Manilkara zapota por su fruto redondo y carnoso, pero en general se desconoce el árbol en su estado selvático, donde alcanza hasta 45 metros de altura y su tronco llega a tener más de un metro de diámetro.

Para poder extraer su savia, un árbol de chicozapote debe tener un mínimo de 25 centímetros de diámetro en su tronco, esa medida la alcanza cuando tiene los 25 años de edad; ese tiempo también depende de las condiciones del clima y del suelo, explica el ingeniero Galletti. Una vez maduro, el proceso de extracción es totalmente artesanal y corre a cargo de los chicleros, gremio que mantiene su oficio casi intacto desde hace casi dos siglos.

Para “chiclear”, como llaman a su trabajo, los chicleros son exhaustivos en el cuidado de sus únicas herramientas: botas de hule, puyas de fierro con estribos para las botas, sogas y, lo más importante, un machete largo y afilado.

El arte del chiclero es hacer tajos en zigzag en la corteza del chicozapote para que sirvan de canales por donde escurra el látex lechoso que enseguida brota del interior del árbol y se concentra abajo en un solo punto, que regularmente es un bolso o bote colocado al nivel del suelo. Esto es fácil durante el primer metro y medio de altura, pero la “pica” debe continuar por los casi 20 metros de fuste que tiene un tronco de chicozapote. Para ello, el chiclero se amarra con la soga al árbol y asciende clavando las puyas de sus botas en el tronco, mientras con las manos maneja el machete.

“Dicen que los primeros subían descalzos, pero incluso ahora no es fácil”, afirma Rubén Ayuso. “Hay algunos que se llegan a caer de más de cinco metros y hay serpientes, entonces es un trabajo duro”.

Un chicozapote puede dar más de un litro de látex. A veces hasta tres. Pero la productividad no se mide por árbol, sino por el conjunto de árboles chicleados. “En un buen día, puedes sacar unos 60 kilos”, explica Ayuso.

Los chicleros y sus familias cocinan al fuego esta savia para extraer una goma base, que es lo que entregan a la planta de procesamiento en bloques sólidos que llaman “marquetas”. El resultado es un producto vegetal. “Nosotros insistimos en que se haga la diferencia entre el chicle, que se elabora completamente con goma de chicozapote, y la goma de mascar, que en estos tiempos es prácticamente puro petróleo”, explica el ingeniero Ramírez.

En cuanto al árbol de chicozapote, después de haberlo “chicleado” se deja a su proceso natural de sanación, lo cual puede llevar entre 5 y 10 años, todo depende del tipo de suelo, humedad y asociación vegetativa. Eso sí, conservará las cicatrices zigzagueantes que lo delatan como un árbol productivo. Los manuales técnicos establecen un criterio de 8 años para que un chicozapote pueda soportar otra pica. Esto implica que cada árbol puede ser chicleado al menos unas tres veces durante su vida.

Tal vez por su rutinaria productividad o porque da un tipo de leche blanca, pero la extracción del látex del chicozapote es referida en la literatura como “la ordeña del chicozapote”.

“El chicle de chicozapote ha servido como guía para la conservación de los bosques, porque como era la actividad económica principal, lo que llamaban ‘el oro blanco’, los chicleros respetaban al árbol y a su entorno”, explica Ramírez. “Entonces no es casualidad que donde haya chicleros, haya arbolado en buen estado y haya chicozapotes”.

Si bien hasta ahora la mayoría de la goma de chicozapote ha sido destinada a la producción de chicle, también se ha usado en jarabes medicinales o como recubrimiento en tablas de surf, según información del Consorcio Chiclero.

No son pocos los estudios científicos que auguran nuevas posibilidades para esta goma. Algunos describen su potencial para elaborar polímeros complejos, susceptibles a ser usados como pegamentos o aislantes en cables eléctricos. Otros, como investigadores en Egipto e India han confirmado que las hojas de Manilkara zapota tienen propiedades antidiabéticas, antioxidantes y contra el colesterol.

Caída y reconstrucción del trabajo chiclero

El chicle mexicano alcanzó su máxima producción en 1943, cuando se exportaron 8,165 toneladas de goma. Pero en la década de 1950, este “oro blanco” se estrelló contra la invención de la goma de mascar sintética, fabricada a partir de derivados del petróleo y con un costo hasta ocho veces más bajo.

“Allá por los ochentas, el precio para nosotros los productores estaba muy bajo. Lo pagaban como en 12 pesos”, recuerda Ayuso, quien aprendió a chiclear bajo la instrucción de su padre.

La caída en la producción masiva llevó a los chicleros a organizarse y buscar otras formas de capitalizar su trabajo. Eso se tradujo en el Plan Piloto Chiclero, esfuerzo impulsado por el gobierno estatal a inicios de los noventas en el que participaron inicialmente nueve cooperativas chicleras. El plan llevó a la creación en 2005 del Consorcio Chiclero, empresa comunitaria que nació con la integración de 40 cooperativas que agrupaban a unos 2,250 chicleros, y que actualmente elabora y comercializa su chicle bajo la marca Chicza. Con este esfuerzo, los chicleros han logrado obtener un mejor precio por su mercancía —desde 1993 por encima de los 24 pesos el kilo, equivalente a 1.2 dólares—,  además de innovar y trabajar paralelamente en proyectos de sustentabilidad.

En la sede del Consorcio Chiclero en Chetumal, capital de Quintana Roo, el ingeniero Gerardo Ramírez explica las claves del trabajo que ha logrado que el chicle Chicza sea exportado como “la única goma de mascar en el mundo 100% natural, orgánica y biodegradable, producida bajo un esquema de comercio justo”.

El meollo del proyecto fue unir a las cooperativas productoras de chicle —unas 23 de Quintana Roo y 17 de Campeche— bajo el objetivo del trabajo común para beneficios comunes. “Al principio algunas no querían, pero poco a poco se fueron uniendo cuando vieron que nosotros obteníamos un mejor precio por nuestro chicle”.

Para esto fue clave que el Consorcio Chiclero haya sido fundado como una cooperativa de cooperativas de la que cada productor de chicle es socio y dueño, garantizando la repartición justa de los beneficios, explica Gerardo Ramírez. “Nuestros jefes en esta empresa son los chicleros de cada una de las cooperativas asociadas”, agrega.

En paralelo, el Consorcio logró en 2009 elaborar el chicle Chicza como producto terminado, un hito en una región históricamente atada a una economía primaria. Con esto, las cooperativas empezaron a vender un producto con valor agregado, en lugar de materia prima en forma de goma base. Su precio de venta mejoró y con ello los ingresos.

Para cotizarse aún mejor, el Consorcio tramitó las certificaciones de Chicza como producto orgánico (de Estados Unidos y la Unión Europea), libre de gluten y kosher. Actualmente el chicle Chicza es vendido como “el chicle de la selva maya” en Norteamérica, Europa, Medio Oriente y Asia. La exportación se realiza a 30 países, entre ellos Japón, Singapur, Corea, Alemania e Italia.

Todo esto repercute en los ingresos de los chicleros, quienes en tres meses de chiclear pueden ganar hasta 18 mil pesos (casi 900 USD), equivalente a 9 meses de trabajo como peones de campo, campesinos o albañiles. “Chiclear es lo que más nos deja acá, donde el trabajo está escaso”, explica Ayuso, quien lamenta que esta actividad sólo sea posible durante los meses de lluvias, ya que la savia del chicozapote debe tener suficiente humedad para escurrir cuando se pica el tronco.

Del chicle a la regeneración de la selva

El ejido Tres Garantías tiene 44,520 hectáreas de territorio en el municipio de Othón P. Blanco, Quintana Roo. Pese a esta gran extensión, equivalente a más de 60 veces el bosque de Chapultepec, el ejido tiene sólo 761 habitantes.

En las tierras de labranza, apenas a 15 minutos del pueblo, Victoria Gómez descansa junto a su esposo y un equipo de cinco peones, al final de una semana de trabajo para “limpiar”, a puro machete, un terreno de siete hectáreas. El terreno fue desmontado hace casi tres décadas, pero se plagó con un helecho espeso que lo hacía improductivo para agricultura, ganadería y para regenerar un arbolado con potencial de aprovechamiento.

Victoria Gómez y su esposo, ambos en sus setentas, son originarios de Veracruz y forman parte de la primera generación de colonos de Tres Garantías que, al igual que ocurrió con tantos otros ejidos de la región, llegó durante los setentas y ochentas como parte de una política del gobierno mexicano para poblar Quintana Roo y hacerlo productivo.

En casi medio siglo han llegado a conocer su selva como la palma de su mano y saben que su parcela difícilmente se regenerará sola. Por eso han aceptado ser incluidos en un proyecto de Naciones Unidas para el Desarrollo, financiado por el Banco Mundial y gestionado por el Consorcio Chiclero. El objetivo del proyecto, que abarca once comunidades de la región, es manejar y enriquecer al menos 650 hectáreas de acahuales, beneficiando a 202 familias.

En terrenos como el de Victoria Gómez, el manejo incluye actividades como limpieza y aclareos para permitir el paso de la luz solar hasta el suelo, donde crecen las plantas jóvenes. En tanto, el enriquecimiento consiste en plantar especies arbóreas con potencial productivo, como el chicozapote (Manilkara zapota), la pimienta (Pimienta dioica) y el ramón (Brosimum alicastrum).

En cinco años, Victoria Gómez y su esposo serán capaces de cosechar los beneficios de estos y otros árboles. “Están pegando mejor otras plantas que ya teníamos, como chacá, tzalam y caoba”, explica. Horas más tarde, el Consorcio Chiclero le entregará un cargamento de 700 arbolitos, que serán plantados en las próximas semanas: siete hectáreas más que se recuperan de la selva gracias al trabajo organizado de los chicleros.

Los árboles entregados por el Consorcio Chiclero son producidos en un vivero propio ubicado en Huay Pix, a 15 minutos de Chetumal, en donde se da trabajo hasta a 30 personas y se producen un millón de árboles anuales. De ahí salen los chicozapotes que asegurarán la producción de chicle en el futuro, pero también las pimientas, ramones, caobas y achiotes que enriquecerán los acahuales en las comunidades aliadas.

La pandemia por Covid19 significó un nuevo revés para el Consorcio Chiclero, ya que el mercado internacional del chicle cayó en un 50%. Mientras se reponen las ventas, los proyectos de conservación y generación forestal dan al gremio chiclero la oportunidad de seguir invirtiendo en su comunidad y diversificar su economía con otros ingresos, como los derivados del aprovechamiento del ramón, la pimienta y el achiote que en estos días plantan en acahuales.

“El objetivo es generar empleo para los chicleros”, explica Gerardo Ramírez. “Y estas parcelas por el tipo de suelo por sí tienen vocación forestal, por eso estamos promoviendo lo no maderable como una alternativa integral del manejo de la selva. Es difícil, pero esa es la visión: que en el futuro siga habiendo bosques de los cuales poder vivir”.

A favor de la salud, la justicia, las sustentabilidad, la paz y la democracia.