Por Eugenio Fernández Vázquez, Pie de Página, 21 de febrero de 2022.

La historia de la conservación en México es mucho más compleja de lo que parece a primera vista, y mucho más esperanzadora que en otros países. Una serie de investigaciones que han ido apareciendo en los últimos años han mostrado cómo la conservación de la biodiversidad puede hacerse de forma verdaderamente opresiva. En cambio, las mejores experiencias mexicanas han mostrado al mundo que, si son las comunidades que habitan el territorio quienes están al frente de la defensa de la biodiversidad, los resultados son mucho mejores.

Hace tiempo que se ha advertido de los múltiples problemas de la forma en que se ha emprendido la conservación de los últimos grandes mamíferos del sur de África, militarizando zonas enteras, oprimiendo a las comunidades locales, dejándolas a merced de los contrabandistas en lugar de sumándolas a los esfuerzos por conservar un entorno que ellas, después de todo, supieron mantener durante milenios con buena salud. Un análisis reciente liderado por Rosaleen Duffy enlista la enorme evidencia de que se trata de una estrategia fracasada y advierte de que se concentra en atacar los síntomas y no las causas del contrabando de especies, que muchas veces se convierte en un fin en sí mismo.

Al otro lado del mar que baña las costas tanzanas y mozambiqueñas, en las selvas de los tigres y los elefantes en India, no es tanto cosa de militares, sino de vigilancia lo que asuela a las comunidades locales. El investigador Trishant Simlai ha documentado los impactos tan peligrosos socialmente de las cámaras trampa, del uso de drones, del mal manejo de la información que recaban estos instrumentos. En entrevista con el podcast The Anti-Dystopians sobre tecnología y sociedad, explicó que las mujeres lo pasan especialmente mal.

Son ellas, por ejemplo, quienes entran al monte a buscar leña y otros recursos naturales, y bajo el cobijo de los árboles encontraban un espacio de libertad para intercambiar opiniones, compartir historias, organizarse en temas de los que no pueden hablar en su pueblo, rodeadas por esa sociedad tan patriarcal. Ahora, sabiendo que se las graba aunque no quieran, que esos aparatos captarán lo mismo a un tigre silvestre que una confesión suya, han perdido ese refugio.

Hay, además, otro impacto que llega a poner en riesgo su vida. Las mujeres que comparten territorio con los elefantes y los tigres cantan cuando salen al monte, y así saben dónde están las demás y las demás saben dónde están ellas. Sus cantos son, además, una advertencia a los animales que las rodean de que las mujeres están ahí y de que no son una amenaza, pero que no se las debe molestar: son una especie de salvoconducto. Ahora, a merced de las cámaras y las grabadoras, no pueden cantar en libertad, y se ponen a sí mismas en riesgo.

En México, los esfuerzos de conservación más exitosos han sido los que se han apoyado en las comunidades locales. La historiadora Emily Wakild ha documentado en su libro Parques revolucionarios cómo los portentosos esfuerzos del gobierno de Lázaro Cárdenas por conservar los bosques del centro del país encontraron un aliado indispensable en las comunidades locales, y sin ellas no hubieran logrado construir y conservar ese patrimonio cultural común sobre la naturaleza del que aún ahora disfrutamos.

Aunque el giro conservador que siguió al gobierno del general cárdenas implicó el abandono de esta versión democrática de la conservación para imponer una visión autoritaria y fallida, en los años setenta un grupo de biólogos liderados por Gonzalo Halffter y Arturo Gómez Pompa impulsaron un nuevo esfuerzo de conservación con la gente, que desembocó en las reservas del hombre y la biósfera que tan importantes han sido para salvar la naturaleza nacional. Por ellas, se incorpora a las comunidades locales a los esfuerzos de conservación y en principio se les da no solo cabida, sino protagonismo en la conservación de la naturaleza, aunque con desigual éxito y compromiso.

Éste es el camino que el país debe seguir para salvar la biodiversidad. Urge que aumente el presupuesto de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp) y renovar su compromiso con la construcción de capacidades para la conservación, y no solamente el pago de subsidios.

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