Por Paula Mónaco Felipe, Pie de Página, 16 de diciembre de 2021.

Taco Bell, Burger King, Dunkin Donuts, Dennys, Little Ceasar’s, Wendy’s, Pizza Hut, Papa John’s, McDonalds. Los íconos de la comida rápida estadounidense están por todas partes en el lugar menos pensado: la Ciudad de Guatemala. Acá donde nacieron el pueblo maya y el maíz, donde se habla más en lenguas indígenas que en español y donde muchas personas visten trajes ancestrales, todo está repleto de nuggets, gaseosas y plástico.

El paisaje resulta abrumador: repleta de chatarra la capital de un país con 17 millones de habitantes, el 46.7% de sus niños desnutridos y uno de los peores índices de desarrollo humano del continente y el mundo (lugar 127 entre 180 países).

Tan poderoso resulta el fenómeno y la pregnancia de esta cultura que, desde una oficina corporativa de esta ciudad, se creó uno de los símbolos más poderosos de la infancia malcomida de todo el mundo: la cajita feliz de McDonalds.

10 millones de dólares al día

Yolanda Fernández de Cofiño, una mujer blanca, de origen chileno que emigró a Guatemala junto a su familia porque su padre era diplomático, fue la mentora del invento que dejaría ganancias millonarias diarias para McDonalds.

Yolanda era la esposa de José María Cofiño, dueño de la primera sucursal de la marca en Guatemala, inaugurada en 1974. De él poco se habla, casi no aparece en los relatos, opacado por la inventiva de la madre de sus 5 hijos. Yolanda, quien aparece en las fotos siempre con ropa formal, cabello corto y peinado de salón, fue una mujer que, según cuenta en entrevistas, sólo soñaba con casarse y tener hijos pero se sumó al negocio de su esposo después de asistir a cursos de mercadeo en Estados Unidos. En 1978, ella tuvo la idea de crear un menú infantil de hamburguesa, papas y refresco, agregarle un juguete y meter todo dentro de una caja colorida. Así, Yolanda inventó el combo que llamó Menú de Ronald y después la transnacional adoptó con el nombre de happy meal.

Una idea millonaria: según la firma de investigación de datos Sense360, sólo en 2017 ese combo le generó a la transnacional de comida rápida ingresos de 10 millones de dólares por día.

Y hay más. En 1977 Yolanda inventó las fiestas infantiles dentro de los restaurantes -que aquí en Guatemala cuentan con edificios exclusivos y lista de espera para usar los salones-, y unos años más tarde la entrega de todo a domicilio: el ejército de repartidores en motocicleta que siempre espera fuera de las sucursales de todo el mundo.

Yolanda Fernández de Cofiño -así aparece en todas las menciones- es símbolo de éxito, una heroína nacional a quien han rendido muchos homenajes. Acaba de morir y la noticia estuvo en cada medio guatemalteco, en redes sociales, en boca de todos.

Los Cofiño son una de las familias más poderosas de la región. El apellido detrás de la inevitable M amarilla que lo conquista todo: en Guatemala, una ciudad de montañas verdes y rodeada por volcanes, no es posible andar más de 15 minutos en auto sin encontrar una sucursal de McDonalds. Hay muchas en las zonas de clase media pero también en la elegante carretera a El Salvador y ahora se expanden en zonas con más carencias. Sus anuncios también están en todas partes: en paradas de autobuses, en carteles con forma de bolsa, en anuncios luminosos, en papas gigantescas que aparecen a media carretera.

Junto a mi hijo Camilo, de 10 años, y mi pareja, Miguel, llegamos de Ciudad de México y recorremos la capital de Guatemala intentando entender el fenómeno. Mi vocación periodística no llega a la valentía de Morgan Spurlock, quien comió en McDonalds durante un mes para hacer la película Súper Engórdame. Yo exploro con premisas: permanecer al menos una hora dentro de sucursales de varias zonas; visitarlas en diversos momentos del día; hablar brevemente con trabajadores (no están autorizados a dar entrevistas); y acompañar a un cliente frecuente de la cajita feliz. También encuentro un informante clave.

Hamburguesas vs. tortas de yuca

Mármol verde recubre el Palacio Nacional, sede de la presidencia de Guatemala. Enfrente, una plaza amplia y abierta es punto de encuentro para muchos. Hay personas en situación de calle, un anti-monumento por las 56 niñas calcinadas en 2017 y la Catedral de bardas talladas con nombres de desaparecidos. A una cuadra está la sucursal más céntrica de McDonalds.

Son las 13, hora del almuerzo. El lugar está prácticamente lleno. Hay familias, un par de mesas con adultos mayores, empleados de comercio, parejas y algunos trabajadores en su pausa de alimentación.

Hay televisores encendidos con noticieros y partidos de fútbol pero en los parlantes suena música en inglés que no corresponde a las imágenes. Hay aire acondicionado, internet con una red que se llama “En McDonalds el wifi es gratis” y relleno infinito de refresco por 14 quetzales (2 dólares): un local típico, un no lugar como los llamó el Marc Augé, pero aderezado con detalles tentadores porque afuera hace calor y todo el mundo siempre quiere estar conectado y con el aire encendido.

Los trabajadores son jóvenes y amables con los clientes aunque se los nota estresados bajo la mirada atenta de los supervisores. Sonríen nerviosos, tensos. Hoy la cajita feliz incluye juguetes de la nueva película de Disney, tan nueva que ni siquiera la hemos visto en cines. El combo cuesta 29 quetzales (4 dólares). “Sí, se vende más por los juguetes”, dice la cajera mientras mi hijo Camilo, de 10 años, ordena una y confiesa: “Lo peor es que es riquísimo”.

Un combo para adultos cuesta entre 40 y 50 quetzales (5-7 dólares), el triple del costo de un menú típico enfrente, en el Mercado Central. Aquí las personas piden hamburguesas, papas fritas y gigantescos refrescos; enfrente picado de carne, tortas de yuca y chiles rellenos que ofrecen restaurantes como Refacciones Doña Mela. Fundado en 1960, es más antiguo que la franquicia aquí, ofrece 27 opciones y despacha comida sin pausa en medio de un mercado con música de marimbas que se mezclan con olores de frutas, flores, ajo trenzado en ramilletes y canela.

Cautivos de la infancia a la adultez

Noé tiene 14 años. Es corpulento, tímido aunque también amable y sonriente. Se declara fan de estos restaurantes.

Recuerda perfectamente la primera vez que los visitó. Tenía 8 años y “fue un día muy feliz”, resume. Estaba con sus padres, tíos y primos; jugaron mucho, tanto que comieron las hamburguesas frías. Por supuesto, pidieron cajita feliz.

“Desde ese momento fue mi comida favorita. Por el sabor y aparte porque podía ir a jugar. Había otros lugares para ir a jugar pero me gustaba más McDonalds”. Entre hamburguesas, espacio de juegos y regalos, McDonalds ha sido para Noé un una fábrica de recuerdos felices.

Quien va a McDonalds de niño llevará a su familia a repetir el momento vivido: ese compromiso con la marca es explotado aquí, donde de algún modo nació, en cada escena que encuentro.

El muchacho es parte de una familia trabajadora de un barrio popular de la capital guatemalteca. Aunque viven a veces con lo justo, sus padres lo llevan al restaurante unas dos veces por mes (en quincenas, días de pago).

Estuvo al menos cuatro años atado a una propuesta alimenticia que, con mucho mercadeo, ha logrado acallar las sospechas. Porque sigue vendiéndose como un combo de felicidad y mimo a las infancias cuando muchas voces han documentado que contiene excesivas grasas, sales y azúcares, porciones insalubres para niños.

Una década atrás las críticas obligaron a la marca a no superar las 600 calorías por combo infantil, ahora la franquicia guatemalteca asegura que no alcanza las 400 calorías pero hay truco en su reporte: no cuenta al refresco cuando la mayoría de los niños eligen esa bebida.

Eso más el gancho infalible del juguete -que Noé colecciona orgulloso-, una estrategia que han denunciado expertos de todo el mundo. Un incentivo-espejismo hacia alimentos no saludables, según un estudio liderado aquí por el doctor Joaquín Barnoya.

A los 12 años, Noé se enfrentó a un dilema: la cajita feliz ya no lo llenaba pero no se atrevía a pedir otra cosa. “No estaba seguro si las demás hamburguesas iban a estar bien”. Tuvo miedo de dejar el menú, lo tenía cautivo.

Un día se animó a probar la Big Mac -hamburguesa más vendida del mundo- y el Big Tasty. La fórmula del payaso Ronald funcionó: capturó a Noé con la cajita infantil y lo mantuvo después como cliente seguro. “Desde pequeño me gustaban y me siguen gustando”, dice mientras recorre y explica el menú a toda velocidad, es un experto.

Sentado en la sucursal Utatlán, el muchacho alto y corpulento saborea su nueva preferida, Big Tasty. Sabe que no le hace bien pero siente que al limitarse a dos veces por mes no habrá problema. Además, dice, “al comienzo piensas que puede ser dañino para la gordura pero ya cuando empiezas, todo bien y delicioso”. El flechazo a los sentidos encandila cualquier flaqueza.

Mi hijo pide su segunda cajita feliz, guarda un juguete que será de los últimos en ese estilo porque ahora la marca presume su conciencia ecológica y promete eliminar los juguetes de plástico en 2025. Presionado por mi presencia, elige manzana como postre y no Danonino, el postre lácteo azucarado de la multinacional Danone, la alternativa más popular entre los demás niños en el restaurante.

En una mesa hay una pareja con hijas de unos 4 y 6 años: cuatro combos de los cuales dos son cajitas felices. Llegan después tres mujeres con seis niños e igual número de cajitas felices. Tienen edades diversas pero hasta al más pequeño, un bebé de brazos, le compran su happy meal.

Sin espacios públicas, quedan los McDonalds

Guatemala es el decimoquinto país del mundo donde se instaló McDonalds y en cuatro décadas su crecimiento ha sido exponencial. De aquella primera sucursal en 1974 a las 131 que ahora tiene el corporativo McDonalds Mesoamérica (94 Guatemala, 19 El Salvador, 11 Honduras, 7 Nicaragua) y el plan de llegar pronto a 150.

Visitamos un restaurante especial: con forma de Cajita Feliz.

Está rodeado por un estacionamiento que resalta la inusual figura. En Jardines de Utatlán, una zona residencial de clase media pudiente. Tiene muebles beige claro de madera tipo nórdica con detalles en colores pastel. Mesas con bancas circulares forman ambientes separados. La música es ambiental, poco intrusiva. Hay pantallas y proyecciones sobre las mesas, video mapping.

En un costado está el café con una propuesta gourmet: pasteles, batidos y frapés. Hay bancas vanguardistas, sillones cómodos, y eso aquí es un peligro.

McDonalds quiere “sillas en las que no pasen más de 15 minutos sentados”, cuenta alguien a quien llamaremos María para resguardar su identidad. Ha trabajado en construcciones y remodelaciones, conoce al negocio desde dentro. No más de 15 minutos es la instrucción precisa que -dice- deja fuera de competencia a modelos bonitos. Recuerda que un tiempo atrás en la compañía rechazaron a un contratista por llevar sillas demasiado cómodas y a otro le pidieron agregarle un pedacito a media espalda a fin de hacerlas incómodas.

María con su experiencia en diseño tiene la certeza de que la máquina de hamburguesas, que dice vende unas mil por minuto en Guatemala, es muy estresante: “Si se atrasan las obras, al contratista le descuentan por horas o minutos”.

Habla pausado porque medita cada palabra. Al éxito de la franquicia en este país lo explica en la falta de parques o lugares públicos seguros: “no hay muchos puntos de recreación aquí, entonces para los niños están los juegos porque no hay un McDonalds sin un play room”.

Sin embargo, hay de juegos a juegos, de sucursales a sucursales. Unos brillantes, acolchonados, hermosos, y otros avejentados y rotos. “Los mobiliarios son diferentes -explica-. En algunas vienen de Europa, en otros son reutilizados de sucursales antiguas”. Clasismo llevado al diseño, evidente.

En las antípodas del estilo vanguardista de Utatlán está la sucursal de Avenida Bolívar, en el centro, zona industrial con galpones y una central de abasto que es hormiguero de personas que trajinan con todo tipo de objetos a cuestas.

Dentro de este McDonalds todo se ve anticuado. Muebles de los 90, plástico descolorido, sillas atornilladas al piso. El área de juegos también es de otros tiempos y afuera el cartel completa el escenario decadente, tiene algunas luces de neón fundidas.

Un hombre de unos 60 años, solo en una mesa, come hamburguesa con papas y refresco. Una joven abuela carga a un recién nacido, la madre no tiene más de 20 años. Sale una embarazada tomando un vaso gigantesco de refresco. Si hay niños, en sus mesas hay cajitas felices, pero los adultos que les acompañan -padres, abuelos, tíos- sólo piden papas, refresco, un café. Aquí los clientes son personas de clase trabajadora, popular. Consumen poco, por eso el corporativo no invierte en remodelar, me explica la informante.

Igual está tan lleno que toca esperar para conseguir mesa aunque son las 17:30, pasado el horario de comidas (lo mismo que nos ocurrirá en otra sucursal, de zona 5). En dos horas aquí, con policías siempre rondando a ver qué hacíamos, sólo entra una persona con traje tradicional indígena pese a ser este un país con la mitad de la población perteneciente a pueblos originarios.

Falsa caridad

El día del año con más tráfico en Guatemala es el McDía Feliz (también invento de la señora Yolanda de Cofiño). Una jornada, aunque en 2021 fue toda una semana, en la cual la empresa vende su famosa hamburguesa Big Mac en oferta y dona esas ganancias -sólo de esa hamburguesa- a fundaciones filantrópicas como la Ronald McDonald. Una vuelta más del perverso modelo: inventar la comida insalubre, sumarle un juguete como gancho y luego generar una imagen caritativa.

En Ciudad de Guatemala, el McDía Feliz miles de personas hacen largas filas para comprar vales y entra en juego una especie de concurso público de caridad con actores que incluyen al gobierno. Como ocurrió en 2018, cuando el entonces presidente Jimmy Morales y su gabinete se sumaron al Mc Día feliz. Fueron al local. Comieron. El mandatario compró vales por mil hamburguesas.

Fotografías de niños y familias pobres están siempre presentes en las sucursales de los restaurantes en zonas acomodadas. La caridad, una carta que la transnacional ha sabido jugar siempre, cobra más valor en este país saqueado y empobrecido donde la mitad de los niños sufren desnutrición infantil. Pero sí ayudan a la gente necesitada, dicen varias personas con el dilema a flor de piel, terminando la frase con puntos suspensivos por la contradicción.

“Parte del dinero va a una de las instituciones donde yo trabajé, la Fundación Aldo Castañeda, y a la Unidad de Cirugía Cardiovascular de Guatemala”, dice el médico Joaquín Barnoya, maestro en salud pública. Sigue: “En una discusión que tuve con el doctor Castañeda, muy inteligente por cierto, le dije ‘¿Cómo puede ser que usted opere niños del corazón con dinero de Big Macs que luego les tapan las arterias?’.

Me respondió ‘Estoy completamente de acuerdo pero ¿de dónde consigo sinó el dinero para operar a estos niños? Los niños que yo opero son pobres. Cada operación cuesta 65,000 quetzales (9,000 dólares) y viene McDonalds y me ofrece un millón de quetzales por vender Big Macs en un día. Es complicado’.

La perversa caridad de las marcas, que se ahonda en lugares que los estados abandonan.

Barnoya, quien ha estudiado el modelo de McDonalds desde la ciencia, explica el efecto exacto de la hamburguesa más famosa del mundo: “Con sólo comer una Big Mac puede dañar el endotelio, que es la primera capa de la arteria, es como el teflón a una sartén. El teflón protege que la grasa se pegue en la sartén, el endotelio lo que protege es que se pegue la grasa en la arteria. A todos nos hace mal un Big Mac. El daño es reversible y es temporal, pasa rápido, pero es acumulativo”.

Mi hijo no siente la alteración coronaria pero, en su tercer día por esos restaurantes, ya no quiere la cajita feliz porque le duele la panza. Se siente empachado. Por propia voluntad, además, ya no pide refresco, sólo agua.

Barnoya, médico, pide evitar la discusión desde el ángulo nutricional porque acabaría rindiéndose ante el argumento de que con moderación todo se puede. Piensa que la clave está en el modelo: la “colonización alimentaria” de su país acorde al “estilo de vida gringo”. Tan grave, dice, que la cajita feliz ayudó a cambiar el concepto mismo de qué significa comer: “el impacto para los niños es que la comida debe ser preparada rápida, debe venir en una caja de cartón; comer rápido, irse rápido (para volver a trabajar). Cuando el concepto de alimentarse es de sobrevivencia pero también es la manera más eficiente de socializar”.

La expansión en McDonalds en Guatemala tiene un lado innegablemente aspiracional, admite cada persona consultada para este reportaje. Comer en esos restaurantes es una forma de demostrar que puedes pagarlo y reafirmar un lugar en la estrecha clase media que representa apenas entre un 10 y 15% de la población cuando cerca del 80% es vulnerable o pobre, según datos del BID de los últimos años.

Cayalá es un barrio bastante nuevo en la capital. Edificios idénticos, estilo europeo y pintados de blanco con techos de teja. Perfección perturbadora que despuntó hace unos diez años con hoteles, restaurantes, galerías de arte, elegantes oficinas corporativas. Allí, en zona de ricos, McDonalds está semi vacío.

Pero hay varios grupos de adolescentes. Muchachos de clase media-alta que usan bermudas y camisas en colores pasteles, calcetines blancos, zapatillas nuevas, relojes inteligentes.

Cautivos tal vez desde niños por el juguete de la cajita feliz, ahora conviven en un lugar seguro, consumen sabores conocidos y publican fotos sus redes sociales. Un mundo donde los community manager guatemaltecos se mueven muy bien: tienen un millón 300 mil seguidores en Facebook (cerca del 10% de la población del país), publican historias todos los días en Instagram, lanzan ofertas diarias que circulan en su aplicación y dan súper-rápidas respuestas a clientes en todas las plataformas.

En McDonalds de Guatemala encuentro instalaciones más acogedoras y vanguardistas que en otros países, incluso que en Estados Unidos. Han recibido premios por su arquitectura.

María, la mujer que ha trabajado en esos restaurantes y conoce al modelo desde dentro, me dice que 20 años atrás las familias guatemaltecas iban a esos restaurantes dos veces por año y ahora van dos veces por mes. La señora Yolanda, la Midas ya fallecida, sigue vigente como modelo de éxito. Y la M amarilla avanza con más sucursales -después de conquistar la capital van ahora por departamentos de fuerte presencia indígena como Cobán, Quetzaltenango y Chimaltenango-, pero avanza también como un modelo que se multiplica.

Todos quieren ser como ellos, ya todos los restaurantes de comida rápida ofrecen combos. Ejemplo, la cadena Pollo Súper Rapidito, la versión más popular y barata de todas. Vende su versión de cajita feliz: una pequeña porción de pollo frito con papas, un mini-refresco y un postrecito. Es lo que se vende en muchos pueblos indígenas.

La cajita gancho para niños. Aliada del refresco y de todo lo azucarado. Conquistando a un país de infancias desnutridas. Una cajita como modo de vida (in) feliz.

*Este reportaje fue producido por la red de periodismo latinoamericano Bocado.lat.

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