Por Eugenio Fernández Vázquez, Pie de Página, 23 de agosto de 2021.

Lo que sorprende al leer las propuestas y diagnósticos de la iniciativa #CambiémoslaYa, que busca que se modifique la Ley Minera para ponerla en línea con el resto del marco jurídico nacional e internacional, es que hayan hecho falta casi tres décadas de destrozos para que surgiera un esfuerzo así. Revisar el texto de la ley es ver un documento construido para el enriquecimiento de unos pocos a costa de destruir el planeta y las comunidades que lo habitan y defienden, y que va flagrantemente en contra de la Constitución y de los derechos humanos más elementales. #CambiémoslaYa es, por eso, una iniciativa de mínimos indispensables, que urge que triunfe.

Uno de los elementos clave de la Ley Minera, aprobada en 1992, durante el gobierno de Carlos Salinas, es que establece que “la exploración, explotación y beneficio de los minerales o sustancias” objeto de la ley “son de utilidad pública” y que “serán preferentes sobre cualquier otro uso o aprovechamiento del terreno”. La ley marca, además, que no se pueden establecer impuestos a esa actividad.

Esto tiene tres implicaciones fundamentales para la concentración de riqueza y para que las atrocidades de los dueños del gran capital queden impunes. En primer lugar, la ley establece que una de las actividades más destructivas imaginables —la minería— tiene preferencia sobre los esfuerzos de conservación, regeneración o uso sustentable del planeta. Para los salinistas y sus herederos en todos los gobiernos siguientes —incluyendo, en muchos elementos, al de la 4T—, nada importa más que la extracción de las sustancias que se esconden bajo el suelo, ni siquiera los medios de vida de los pueblos ni el futuro de la humanidad, en juego por la crisis climática y el deterioro ambiental.

En segundo lugar, como explican Carsolio, Fini y Linsalata en un análisis sobre el concepto de utilidad pública, “hoy día la normativa reconoce la posibilidad de solicitar la expropiación de bienes no sólo al Estado sino también a particulares, quienes pueden solicitar la expropiación de un bien a un juez cuando la actividad que van a realizar sea reconocida de utilidad pública”. Esto quiere decir que ya no son solo las atrocidades del Estado las que son respaldadas por las cortes, sino también las de Grupo México, el grupo de Baillères o entidades tan despiadadas como ésas. No es la autorización de la destrucción con miras al “bienestar general” —que ya era muy mala—, sino también y sobre todo para fomentar la acumulación de capital a costa de las grandes mayorías.

Por otra parte, al establecer que no se pueden imponer impuestos a la minería salvo por parte del gobierno federal se limita la capacidad de todos los demás órdenes de la Federación para poner cota a esa actividad. Y es que una posibilidad para limitar sus daños y sus alcances sería tasar la minería con impuestos tan altos que la hicieran incosteable, y quienes recibirían una mayor presión para lograrlo serían justamente las autoridades con mayor presencia sobre el terreno, las más locales. La Ley Minera es en eso terriblemente antidemocrática: está diseñada para impedir la acción de los más afectados por los proyectos extractivos, haciendo más autoritario al Estado.

Estas son apenas las provisiones en un párrafo de la Ley Minera, el primero del artículo 6. Un análisis detallado del documento revelaría un montón de injusticias y provisiones muy dañinas que no caben en este espacio. Acabar con una ley semejante es cuestión de mínima decencia, sobre todo cuando sabemos que hemos sacado tantos materiales de la tierra y hemos hecho con ellas tantas cosas —hemos fabricado tantos objetos— que ya pesan más nuestras obras que todos los organismos vivos del planeta. Y no valen los argumentos de que sin esos materiales se colapsa la economía. Más bien hay que acompañar el freno a la minería con un impulso a la economía circular, y ambas tareas están en manos de la misma dependencia, además: la Secretaría de Economía.

Photo by Shane McLendon on Unsplash

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