Por Chaco Día por Día, 17 de marzo del 2021.

Para limpiar calderas. Puede que hoy casi nadie lo recuerde ya –el registro data de hace casi medio siglo- pero cuando el glifosato logró su primera patente no fue como herbicida sino como limpiador de calderas. La razón: se trataba de una sustancia capaz de absorber metales y dejar como nuevos a distintos equipamientos industriales. Así comenzó todo, lejos de los campos verdes o dorados a los que más tarde apelaría la empresa Monsanto para impulsar las ventas del herbicida que la llevó primero a la cima y luego al foso: el glifosato, cuya marca comercial –Round Up- llegó hasta a generar un verbo de lo más argentino: “randapear”, que es como todavía le dicen en el campo a la acción de rociar con ese biocida todo lo que no se quiere que crezca. Las llamadas “malezas”, casi siempre plantas silvestres cuya única maldad consiste en crecer ahí donde siempre han crecido pero donde ahora –y desde 1997- los voceros de la agricultura industrial pretenden que sólo crezca soja, maíz, algodón o trigo, todo igualmente transgénico. Traducción: genéticamente modificado para tolerar veneno a repetición y sin morir. Campos verdes de toda verdura. Campos verde dólar. Pero, ¿qué es un transgénico? La doctora María del Carmen Seveso, médica emergentóloga, chaqueña por adopción, miembro de la Red de Salud Popular Ramón Carrillo y autora del libro Resistiendo al modelo agrobiotecnológico (CB Ediciones, Rosario, 2020), explica: “Un transgénico es un organismo vivo creado a través de la ingeniería genética. Se transfieren genes de una especie a otra, se cruzan segmentos de ADN de especies diferentes -que provienen de virus patológicos, de plásmidos bacterianos, de hongos y de animales, vehiculizados por bacterias o bombardeo con micropartículas- y se obtienen resultados impredecibles respecto de la fisiología y la bioquímica de los nuevos organismos. Se crean quimeras vivientes, que comenzaron siendo resistentes a glifosato, luego al glufosinato de amonio, y ahora Imidazolinonas, 2,4D. Además se agregaron otros biocidas para hacerlos tolerantes a insectos y hongos”.

El plan, entonces, había sido perfecto: crear primero una sustancia polivalente –capaz de patentarse primero como limpiador de calderas, luego como herbicida y décadas después hasta como antibiótico- y luego (vía ingeniería genética) crear una planta “brotada” del laboratorio y capaz de resistir ese mismo herbicida sin palidecer. Sin morirse, como muere todo a su alrededor cada vez que se lo “randapea”. Eso- la creación de la planta transgénica, de la “quimera” de la que habla la doctora Seveso- sucedió en 1995, en Estados Unidos. Apenas un año después, la “planta prodigiosa” (la soja transgénica de Monsanto, la RR1, también denominada Round Up Ready –“lista para el Round Up”- desembarcaba en Argentina, sin contar con los ensayos de campo ni con las evaluaciones que suelen pedírsele a cualquier creación de este tipo. Pasaron apenas 81 dias entre a) el pedido por parte de la empresa y b) la autorización por parte del gobierno de entonces. Sin dudas un trámite tan exprés como sospechoso, sobre todo teniendo en cuenta que –de las 136 páginas totales del expediente de aprobación- 108 están en inglés y fueron provistas por la misma empresa que buscaba la aprobación de esa semilla “tuneada”. Así fue como se aprobó la soja transgénica en nuestro país, con una resolución –la 167- de sólo 24 líneas y con la firma del por entonces secretario Felipe Solá.

En Europa, en tanto, los cultivos transgénicos la tuvieron bastante más difícil, con movilizaciones populares y multitudinarias incluídas. Se hablaba por entonces de la Frankenstein food (la “comida Frankenstein”, en alusión a las plantas que cruzaban genes animales y vegetales como si tal cosa) y hasta hoy- un cuarto de siglo después del intento de introducirlos- sólo dos países europeos (España y Portugal) los han aceptado. Más aún, de los 194 países reconocidos en el mundo, 74 han prohibido explícitamente el cultivo de organismos genéticamente modificados u OGMs. No es casual: para muchas naciones, el costo humano y ambiental de los cultivos transgénicos, enteramente dependientes de un paquete de herbicidas, insecticidas y fungicidas (venenos para controlar los hongos) cuyas dosis suelen –resistencia mediante- incrementarse de año en año, es inaceptable. Para otros 27, en cambio, la ecuación “cierra”, las divisas entran y las preguntas se dejan para después.

Pero con el paso del tiempo y la acumulación de evidencia científica sobre el impacto sanitario y ambiental de los agrovenenos asociados a los cultivos transgénicos, otros países se suman al “NO”. Como ya lo hizo Austria en 2019 y como lo terminará de hacer Alemania en 2024, distintos niveles de gobierno (municipales, provinciales y nacionales) alrededor del mundo ya no sólo se niegan a sembrar transgénicos sino también a utilizar el herbicida glifosato. ¿Las razones? Son variadas y van mucho más allá del innegable impacto de este herbicida en la salud humana. Ahora, la preocupación central es la estabilidad completa del sistema, la trama misma de la vida. Sucede que tanto el glifosato como las múltiples formulaciones comerciales que lo emplean como principio activo han demostrado afectar no sólo a toda clase de plantas y cultivos sino también a la biota acuática y a los insectos, incluyendo a las abejas, de cuya tarea como polinizadoras depende todo lo demás.

Abejas en peligro

Alemania podrá ser la tierra natal de la multinacional Bayer, que el 15 de septiembre de 2016 adquirió a Monsanto por 63.000 millones de dólares, pero es también el país en donde la conciencia ambiental se expresa más claramente, a través de leyes, organizaciones y un grado de activismo que en estas tierras suenan a quimera. Tal vez por eso, la estrategia planteada por Alemania para avanzar contra el lobby de los agrotóxicos fue tan eficaz. Porque propuso una reducción gradual del uso del glifosato, primero, y porque enmarcó esa acción en un plan mucho más ambicioso e incuestionable: la protección a la fauna silvestre, lo que incluye no sólo menos agrovenenos de síntesis sino también más áreas protegidas de la guerra química y destinadas al cultivo de múltiples especies vegetales (flores, sí, pero también lo que el agronegocio considera “malezas”) que aseguren la supervivencia y el regreso de los polinizadores.

Y precisamente ahí, en especial en lo que hace al universo de los insectos, el único veredicto que le cabe al glifosato es el de culpable. Culpable de barrer con las mariposas, pero también de arrasar con las lombrices (que comienzan a escasear hasta desaparecer en las inmediaciones de un campo “randapeado”) y terminar con, por ejemplo, las abejas . Apicultores de todo el mundo han dado la voz de alarma hace años, pero en 2018 científicos de la Universidad de Texas lograron demostrar exactamente de qué modo este químico las impacta. Así, en un trabajo titulado El glifosato perturba la micro biota intestinal de las abejas melíferas, demostraron que la exposición al químico destruye las bacterias benéficas hospedadas por las abejas, volviéndolas por ende vulnerables a toda clase de patógenos. Dicho de otro modo: si no las mata la fumigación per se, las extermina cuando arrasa con las bacterias que las protegen de las enfermedades.

Cabe aclarar en este punto que los defensores del glifosato sostuvieron durante años que éste era inocuo para animales y microorganismos porque actuaba sobre una enzima que ninguno de los dos posee. Pues bien, el estudio de la Universidad de Texas pudo probar que las bacterias que viven en la abeja sí poseen esa enzima y son, por lo tanto, vulnerables al veneno.

Pero no sólo las abejas están en riesgo frente al herbicida. Según explica la doctora Seveso, “también hay evidencia de que el glifosato perturba a las bacterias intestinales. La disrupción de la biota intestinal reduce la cantidad de bacteria beneficiosa y aumenta la cantidad de bacteria patogénica en el intestino; se genera así el desarrollo de cepas altamente patogénicas de salmonella y clostridium que han demostrado ser muy resistentes al glifosato, mientras que las beneficiosas tales como enterococcus, bacillus y lactobacillus son especialmente susceptible”.

Con todo, el daño que provoca el glifosato no se detiene en ese punto. De hecho, y según lo que consigna la Base de Datos de Propiedades de Pesticidas de la Universidad de Hertfordshire en Reino Unido -uno de los repositorios más completos sobre lo que hacen distintos agroquímicos sobre los humanos, los cuerpos de agua y la vida silvestre en general- su acción es tan inquietante tanto por lo que se sabe como por lo que aún no.

Lo que se sabe: ya en 2015 la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC, según su sigla en inglés) lo clasificó dentro del grupo 2A como “probable carcinógeno en humanos”. Lo que aun no: si, como se sospecha, es tóxico tanto para el hígado como para el riñón y si –como también alertan los científicos- es perturbador endócrino. Los disrruptores o perturbadores endócrinos son sustancias creadas por el hombre que- aún en dosis mínimas- son capaces de alterar el funcionamiento normal de un organismo. Son “compuestos químicos cuyo meca mismo tóxico es la alteración del sistema endócrino. Actualmente las Naciones Unidas y la OMS están advirtiendo sobre ellos”, explica el doctor Omar Arellano Aguilar, del Instituto de Ecología de la Universidad Nacional de México (UNAM)

Por algunas de estas razones, Alemania se ha propuesto dar un giro cada vez más franco hacia la agroecología y el primer paso en esa dirección implica comenzar a utilizar cada vez menos químicos y descartar de plano a los más peligrosos. Hubo, por supuesto, protestas de Bayer y de otros productores de pesticidas. Pero, al menos por ahora no hubo marcha atrás y el 31 de enero de 2023 será el último día del glifosato en territorio alemán.

Hacia un futuro sin venenos

Con la resolución presidencial firmada por Andrés Manuel Lopez Obrador el 30 de diciembre de 2020, México suma a la lista de países que han puesto al glifosato en la mira. Más aún, en el caso mexicano la reducción gradual del uso de este pesticida y su prohibición total a partir de diciembre de 2023 viene acompañada por el rechazo a su cultivo asociado: el maíz transgénico. Y no es casual: en la mesa mexicana el maíz blanco es la base de la comida de todos los días, mientras que el maíz amarillo que- vía transgénesis- es resistente a los biocidas sólo se emplea para, por ejemplo, alimentar animales. Allí, en México, la resistencia al maíz genéticamente modificado se convirtió en una causa nacional y no por casualidad: si se envenena el maíz se envenena de uno u otro modo la dieta de millones de personas. Es por eso que en el decreto presidencial se menciona específicamente la supresión del químico, la eliminación del maíz transgénico y la necesidad de ampliar los horizontes de la producción agroecológica.

Mientras que en los considerandos del decreto se habla tanto de los pactos internacionales de protección del ambiente de los que México es signatario como de las investigaciones científicas que confirman el peligro de la sustancia y sus formulaciones, en el artículo primero del decreto se habla directamente de “sustituir gradualmente el uso, adquisición, distribución, promoción e importación de la sustancia química denominada glifosato y de los agroquímicos utilizados en nuestro país que lo contienen como ingrediente activo, por alternativas sostenibles y culturalmente adecuadas, que permitan mantener la producción y resulten seguras para la salud humana, la diversidad biocultural del país y el ambiente”. Dicha normativa entró en vigencia el último día de 2020 y la fecha límite para terminar de implementar la acción es el 31 de diciembre de 2024.

Pero tal vez tan importante como éste primer artículo sea el sexto, en donde se habla de la prohibición del maíz transgénico. No es casual: “Sin maíz no hay país” fue la frase que sintetizó el rechazo al maíz de laboratorio y que hoy en el decreto se convirtió en este texto que es una verdadera declaración de principios: “Con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud de las mexicanas y los mexicanos, las autoridades en materia de bioseguridad, en el ámbito de su competencia, de conformidad con la normativa aplicable, revocarán y se abstendrán de otorgar permisos de liberación al ambiente de semillas de maíz genéticamente modificado. Asimismo, las autoridades en materia de bioseguridad, en el ámbito de su competencia, de conformidad con la normativa aplicable y con base en criterios de suficiencia en el abasto de grano de maíz sin glifosato, revocarán y se abstendrán de otorgar autorizaciones para el uso de grano de maíz genéticamente modificado en la alimentación de las mexicanas y los mexicanos, hasta sustituirlo totalmente en una fecha que no podrá ser posterior al 31 de enero de 2024, en congruencia con las políticas d autosuficiencia alimentaria del país y con el periodo de transición establecido en el artículo primero de este Decreto”

La mención en las primeras líneas del texto de la “milpa” no es casual. Este sistema milenario de policultivo propone la convivencia de vegetales como el maíz, los porotos, las calabazas y las habas, en una variedad de especies que garantiza-entre otras cuestiones- que los nutrientes que un cultivo extraiga del suelo sean “repuestos” por otro, sin necesidad de fertilizantes químicos y utilizando la misma capacidad regenerativa de la naturaleza para garantizar las cosechas y la fertilidad de la tierra. Porque, en definitiva, ése es el verdadero desafío: alimentos sanos, seguros y soberanos que cuiden la salud de animales, plantas y personas. Muchos países del mundo ya lo entendieron. Ahora, sólo resta saber si Argentina también se sumará a ese camino.

A favor de la salud, la justicia, las sustentabilidad, la paz y la democracia.