Por Eugenio Fernández Vázquez, IPS Noticias, 24 de noviembre del 2020.

Ni siquiera con las economías de todo el mundo a medio gas se han registrado las reducciones en las concentraciones de gases de efecto invernadero necesarias para evitar un cambio catastrófico en el clima del planeta.

Según la Organización Meteorológica Mundial (OMM), la humanidad sí emitió un poco menos de esos gases durante 2020, pero esa bajada no fue ni de lejos de la suficiente magnitud como para hacer la diferencia.

Es hora de que el movimiento ambientalista enmiende el error en el que ha caído desde hace algunos años y por el cual ha actuado como si el cambio climático fuera el único problema ambiental a enfrentar y como si todos tuviéramos la misma responsabilidad en ello.

El secretario general de la OMM, Petteri Taalas, fue clarísimo en las declaraciones que recoge un boletín de prensa de su organización: “La reducción en las emisiones debida a las medidas de confinamiento no es más que una minúscula irregularidad en el gráfico a largo plazo”, y “la pandemia de covid-19 no es una solución para el cambio climático”. La pregunta entonces es cuál sí es la respuesta y a quién le toca hallarla e implementarla.

Un primer detalle a tomar en cuenta es que no todos los países tienen la misma responsabilidad ni en la acumulación de gases de efecto invernadero durante los últimos dos siglos, ni en las emisiones presentes de estos compuestos.

Los países industrializados tienen sin lugar a dudas mucha mayor culpa en el desastre que se avecina que los países en desarrollo, y hoy en día siguen teniéndola.

Estados Unidos, por ejemplo, emite más cuatro veces más gases de efecto invernadero por habitante que México y más del doble que China. Alemania emite cuatro veces más por persona que Brasil y casi todos los países de Europa occidental tienen peor desempeño que los países en desarrollo.

Sin embargo, y sobre todo por el hecho de que muchos de los peores efectos de la crisis climática se padecerán en el sur global, se ha exigido a esos países que actúen con la misma premura y contundencia que los países desarrollados.

Esto ha sido un error por múltiples razones, pero principalmente porque ha impedido dar a la agenda ambiental el peso que merece en la agenda pública y porque ha sido uno de los factores que dificulta que la población sienta como propia la lucha contra los combustibles fósiles.

Puesto en plata: ¿por qué un habitante de la Ciudad de México, de Mumbai o de Saigón debería aceptar restricciones o trabajar por un cambio en la matriz energética, cuando estas acciones tendrán un efecto marginal en la crisis climática, que además el país no provocó?

Se habla muchísimo de deforestación por las emisiones de este fenómeno, pero no se subrayan lo suficiente ni la pérdida de servicios ambientales hidrológicos ni la pérdida de polinizadores, por ejemplo. Se insiste en que hay que renunciar a los combustibles fósiles porque alteran el equilibrio de la atmósfera global, cuando lo que a la gente le duele son las contingencias ambientales que provocan y la contaminación de ríos, mares y lagos.

Es hora de “terrestrializar” nuestra forma de habitar la tierra, como ha pedido recientemente Bruno Latour, y eso implica reimaginar también nuestras luchas para relocalizarlas, para darles relevancia para quienes las padecen y para quienes pueden hacerlas triunfar.

Esto implica, claro, vincularse con las luchas contra el cambio climático que se dan en todo el globo, pero también implica dar mayor relevancia a la lucha por la justicia ambiental y en defensa del bienestar de todos.

El ambientalismo fifí (que sigue la moda) existe, y hasta ahora ha dominado la agenda. Va siendo hora de que ceda la primera línea y se sume a las luchas en defensa del territorio y a la defensa del entorno para la gente y por ella, y no por una agenda global que queda tan lejos de todos los demás.

Este artículo fue publicado originalmente por Pie de Página, de la red mexicana de Periodistas de A Pie.

RV: EG

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