Por Franco Spinetta, La Nación, 21 de julio del 2020.

A bordo del tractor viajan ideas relacionadas con el buen vivir, el alimento sano y libre de agroquímicos, el respeto a la biodiversidad, la sinergia de los sistemas ecológicos, la biodinámica y sus calendarios lunares, la empatía y la energía. Uno de sus abanderados, Eduardo Cerdá, protagonista de esta historia que comenzó a gestarse a mediados de los años 90 -en simultáneo con la masificación del sistema dominante actual-, fue elegido para encabezar la flamante Dirección Nacional de Agroecología, en un hecho inédito de la historia institucional de la Argentina. Por primera vez, un ente oficial de carácter nacional tendrá a su cargo intentar modificar las prácticas productivas del campo y convencer a los productores de que no sólo es posible producir sin violentar los ciclos de la naturaleza, sino que además es conveniente.

Eduardo Cerdá inspiró a cientos de productores para que comprobaran que trabajar sin químicos ni transgénicos es beneficioso para la comunidad, y también rentable.

La de Eduardo es una prédica productiva, pero también de liberación. Dice que lo que él busca dejar atrás es un sistema de dependencia: un ciclo que comienza con el endeudamiento para la compra de semillas, de insumos de la industria agroquímica y la siembra, y cierra con el pago de las deudas con la cosecha. Y así, como una repetición infernal en la que no hay espacio ni tiempo para el cuestionamiento. El miedo se apodera de todo: es imposible fallar. Una mala cosecha puede significar el quebranto. Entonces, se echa a rodar el combo perfecto: semillas transgénicas a prueba de fertilizantes, herbicidas e insecticidas para que nada falle -a pesar de que suele fallar. “Cuando les venden una semilla transgénica, prometen que van a producir más, pero la verdad es que te va a salir más caro. Y genera dependencia. Prometen cosas que a veces suceden, pero muchas otras veces no. Los rendimientos se han duplicado, pero el costo de las semillas se cuadriplicó. Y a su vez ponen en riesgo sanitario a todos, a la población, a los animales, al ecosistema”, dice.

Destino vocacional

Eduardo nació en La Plata. A los 12 años, un test vocacional le marcó el camino ligado al mundo agropecuario. Sus padres eligieron una escuela en Miramar, que recién se inauguraba. Era el año 73 y Eduardo se fue, solo, a un internado en la costa argentina, donde convivía con muchos otros chicos del interior bonaerense. Su padre le daba el dinero que debía administrar durante 15 días, cuando recién volvía a ver a su familia. Dice Eduardo que en esa soledad de campo y mar, fue forjando un espíritu autónomo, libre y viajero. Un resumen perfecto de su bonhomía: “Me dio una gran capacidad de adaptación, aprendí a ubicarme, a compartir con mucha gente con miradas diferentes y entendí que a veces hay que resignar cuestiones personales en pos del conjunto”. De alguna manera, se iba conformando el mundo por el que transitaría el resto de su vida. De hecho, hoy Miramar es su lugar de residencia permanente, el lugar que volvió a elegir hace cinco años.

La Facultad de Agronomía de La Plata era la secuencia lógica. Allí lo esperaba la replicación de un modelo que se había cimentado en la década de 1960 en los Estados Unidos y que ponía a la agricultura como la responsable de producir los alimentos necesarios para paliar el hambre en el mundo, utilizando las tecnologías necesarias para incrementar los rendimientos al máximo. La famosa Revolución Verde. El mundo académico había cometido un pecado capital: se había entregado acríticamente al mandato sistémico. “Ya estaban enseñando todo lo relacionado con el mejoramiento genético, cambiar condiciones del entorno para maximizar el rendimiento”, recuerda.

Recibido, Eduardo armó las valijas y se fue a Tres Arroyos, un partido del sur de la provincia de Buenos Aires muy enfocado en la agricultura. “Estábamos a full con la fertilización, con todo el paquete”, cuenta. También había entrado en contacto con productores ganaderos de otro municipio, Benito Juárez, contratado por una cooperativa. En paralelo, continuaba frecuentando la Facultad de Agronomía de La Plata, donde era ayudante de cátedra de Santiago Sarandón, otro hombre clave en esta historia. Por ese entonces, mediados de los 90, Sarandón estaba por provocar un cimbronazo en el mundo académico, donde logró introducir como cátedra obligatoria a la agroecología. Eduardo se metió de lleno en ese mundo gracias a un curso de posgrado en la misma universidad. Y su cabeza cambió para siempre. “Justo en 1998 me designaron director de Producción de Tres Arroyos y luego director del Plan Estratégico productivo, así que ahí empecé a trabajar en un cambio del modelo de producción”, dice.

La agroecología es entender la diversidad. Y es algo que está pasando a nivel social, con la diversidad de géneros y el entendimiento de que tenemos que coexistir, cohabitar. Esa es la mirada.

Eduardo Cerdá

El paso de la teoría a la acción era un impulso casi redentor. Enseguida advirtió dónde iba a encontrar la resistencia más fuerte: mientras los productores se sentaban a escuchar, sus colegas agrónomos pusieron el grito en el cielo. “El paradigma de la modernidad es lineal. Es el reloj. El nuevo paradigma, en cambio, es sistémico y holístico. Es tratar de entender el todo, más que las partes. Dos más dos no es cuatro, hay sinergismos, energía. Entender la totalidad, la complejidad. Según quien observa, cambia. Quien observa, al observar al observado, también se modifica. Son las nuevas discusiones. Es respetar a todos los seres vivos. La agroecología es entender la diversidad. Y es algo que está pasando a nivel social, con la diversidad de géneros y el entendimiento de que tenemos que coexistir, cohabitar. Esa es la mirada”, explica.

En ese contexto, Eduardo trabó amistad con Juan Kiehr, un productor agrícolo-ganadero de Benito Juárez que estaba interesado en poner su campo, La Aurora, a disposición para probar técnicas agroecológicas. Con el tiempo, La Aurora se convertiría en un caso testigo, un ejemplo de que otro camino era posible, reconocido incluso por la FAO-ONU como uno de los 52 establecimientos modelo en el mundo. “No todos tienen a un agrónomo al lado que les diga lo que me dijo Eduardo a mí: ‘Esto se puede hacer de otra manera'”, dice Juan Kiehr. “Juan es una persona impecable, íntegra, un ejemplo de vida”, replica Eduardo. “Es muy cuidadoso, respetuoso, hasta el día de hoy nos tratamos de usted. Es un tipo observador. Para mí fue muy importante para aprender, un buque insignia, en especial en lo referido a algo que se perdió en la formación universitaria: la ética, la responsabilidad con el otro, no pensar que todo es lo económico. Que tener una plaga no es lo peor que te puede pasar. Que la tierra hay que compartirla con otros seres vivos”.

Mientras la experiencia de La Aurora comenzaba a funcionar, Sarandón le insistía a Eduardo que llevaran un registro sistematizado de cada siembra, cosecha, condiciones ambientales, estado del suelo. Así fueron comprendiendo que La Aurora era más eficiente que otros establecimientos -que no aplicaban agroecología- de la zona: gastaba menos, producía muy bien y era más resiliente. “En 25 años pasaron muchas cosas, hubo secas, granizos, humedad. Y Juan nunca sacó un crédito, siempre trabajó todo en blanco, pudo darles educación a sus hijas de nivel universitario. Por eso, cuando los estudiantes van a su campo se sorprenden del estado de las máquinas, del campo mismo.La Aurora fue muy importante porque les mostró a otros productores que esto era posible. Muchos entienden cuando están ahí”, dice.

Buenas prácticas

En el año 2000, Sarandón decidió reunir en un libro las experiencias y conocimientos que habían recogido hasta entonces. Ellos empezaron a advertir que, de continuar con el sistema impuesto por la industria, los costos de la producción iban a crecer en forma exponencial. En ese libro, Eduardo escribió un capítulo sobre los desafíos de una gestión municipal sustentable y contaba el caso de Tres Arroyos. Sin embargo, en aquel entonces no previeron el enorme costo ambiental que iba a producirse, que el territorio se iba a “poblar de agroquímicos”. “Es todo energía. Estamos manejando vida, conceptos de salud y no de enfermedad. Hemos ido detrás de la enfermedad, de la maleza problemática, de la idea de ‘combate’, de sacar del medio algo que me está generando un problema. Pero la naturaleza tiene mucho de cooperación, solidaridad. Es una nueva formación ciudadana, pero también médica, científica, veterinaria. La vida es un proceso muy dinámico”.

Hay otra forma de alimentarse y otra forma de producir, más sana, más amigable con la naturaleza. ¿Hasta dónde nos va a perdonar la naturaleza todo lo que le hacemos?

Mauricio Bleynat

En el 2003, tras cinco años como director del Plan Estratégico de Tres Arroyos, Eduardo renunció. Estaba decepcionado con sus colegas. Y volvió a la docencia, en una escuela agropecuaria, donde se propuso introducir lentamente ciertas nociones de la agroecología. “Tenía la sensación, en ese momento, de que el impacto era muy leve”, recuerda. Sin embargo, hace unos años, en una visita habitual de estudiantes y profesionales a La Aurora, Eduardo se llevó una sorpresa. Muchos de los que estaban allí habían sido sus alumnos. Entre ellos estaba Agustín Barbera, un joven agrónomo del INTA-Barrow. “En la escuela, Eduardo nos enseñaba a ver todo como un sistema, en la complejidad, hacer un balance de nutrientes, entradas y salidas, el equilibrio. Es la base para entender la agroecología”, recuerda Agustín.

Eduardo y Agustín continuaron encontrándose en la Facultad de Agronomía de La Plata. Un día, Eduardo lo paró en un pasillo. Estaba emocionado: “Sacamos 5000 kilos de trigo sin agroquímicos en La Aurora, ¡tenés que agarrar por este lado, avanzar con la agroecología!”, le dijo. “Entonces él me comentó que había una beca en Inta-Barrow y me alentó para que cambiara la tesis y la hiciera sobre agroecología. Fue una decisión muy difícil, pero muy importante. Cuando la tomé, se volvió esclarecedora. Hice la tesis de grado en agroecología y descubrí que ese era el camino que quería hacer cuando me puse a estudiar agronomía, que entender la naturaleza para poder producir era lo importante. Gracias a ese impulso que me dio Eduardo, me inicié en esto. Siempre voy a estar agradecido por eso”, dice Agustín.

De Guaminí a la Nación

A mediados de 2012, Eduardo fue convocado a un encuentro de pueblos fumigados de Mar del Plata, en calidad de ser un “ingeniero que dice que se puede producir de otra manera”. Había subido unos videos a YouTube que se viralizaron, en los que ofrecía una suerte de introducción a la agroecología y explicaba cómo resolver la producción en las zonas periurbanas. Esos videos son los que vio Marcelo Schwerdt, doctor en Biología, entonces director de Medioambiente de la Municipalidad de Guaminí, donde estaban tratando de resolver un problema clave en las localidades del interior: la distancia entre la línea urbana y las áreas fumigables. Marcelo le mandó un mensaje a Eduardo por Facebook y lo invitó a una serie de conferencias para discutir el tema. Pero su idea era otra: quería convencerlo de armar un proyecto modelo y de prueba en Guaminí. “Me dijo que no andaba con tiempo”, se ríe Marcelo.

La charla que Eduardo dio en Guaminí lo cambiaría todo. Muchos productores que asistieron se quedaron prendidos con los conceptos que escucharon. Eduardo se entusiasmó. Una semana después, estaban todos en La Aurora, tan maravillados que propusieron disponer parte de sus campos para empezar a producir de manera agroecológica. Eran apenas 100 hectáreas y el compromiso de Eduardo de visitar el territorio cada dos meses durante un año. “Ese acuerdo se prolongó hasta hoy. Siguió viniendo durante seis años. Cuando ya teníamos un año y medio de trabajo, muchos ya habían reconvertido casi la totalidad de sus campos”, revela Marcelo.

Uno de esos productores de Guaminí es Mauricio Bleynat. “Cada vez que lo escucho a Eduardo, me mueve una fibra. Hay otra forma de alimentarse y otra forma de producir, más sana, más amigable con la naturaleza. ¿Hasta dónde nos va a perdonar la naturaleza todo lo que le hacemos?”,pregunta. Mauricio tiene un tambo y desde que conoció la agroecología, cambió radicalmente su forma de producir. “Empezamos a trabajar con él, dejamos de echar agroquímicos, hicimos preparados biodinámicos, implementamos un tambo diferente, de menos litros, ordeñamos una sola vez al día y dejamos a los terneros con las madres, como se hacía antes. Perdemos litros, pero ganamos en carne, y mucho menos costos porque no tenemos insumos”, explica.

La experiencia en Guaminí fue creciendo sin freno. De 100 hectáreas, pasaron a 5000. El V Congreso Latinoamericano de Agroecología, celebrado en 2015 en la Facultad de La Plata, fue un hito del movimiento. Por empuje de los productores, Eduardo presentó el caso Guaminí. Y las ideas brotaron como un manantial. La demanda creció tanto que surgió la propuesta de crear la Red Nacional de Municipios y Comunidades que Fomentan la Agroecología (Renama), una organización de base que aglutina, asesora y sistematiza información sobre 25 municipios, 24 de Argentina y uno de Uruguay. Y que hoy tiene en carpeta sumar otras 60 comunidades más de diversas provincias, como Formosa, Mendoza, San Luis y Entre Ríos. Son, en total, unos 200 productores y más de 100 mil hectáreas comprometidas en la práctica agroecológica.

Es probable que la Renama haya sido el trampolín para que Eduardo Cerdá se convirtiera en el director nacional de Agroecología. De hecho, fue en un evento de la red, realizado en octubre de 2019 en Exaltación de la Cruz, donde entró en contacto con Hernán Rachid, quien luego sería designado como subsecretario de Agricultura Familiar del actual gobierno. Tras escuchar a Eduardo en su disertación, Rachid lo convocó para sumarse al Ministerio de Agricultura, Pesca y Ganadería, que encabeza Luis Basterra. “A partir de charlar con el ministro Basterra y el resto de los funcionarios, se decidió que la agroecología tiene que ser el modelo a construir para los próximos años. Tanto es así que Alberto Fernández mencionó a la agroecología en su discurso ante el Congreso”, dice orgulloso Eduardo.

Un virus, que ni siquiera es un ser vivo, pudo hacer un deterioro tan grande de la civilización. Si no cambiamos, vamos mal. Pero tenemos una oportunidad, hay que aprovecharla.

Eduardo Cerdá

“Tenemos que dejar atrás un modelo que ha generado muchos problemas, cada vez hay más malezas resistentes, cada vez se usan más agroquímicos y que esa no es la salida. Nosotros desde la agroecología, no usamos productos y producimos muy bien. Queremos contagiar esto a todo el país”, insiste. No parece, en principio, una tarea fácil en un ámbito plagado de intereses corporativos, empresas gigantes y mucho dinero en juego. El último censo agropecuario arroja una foto no muy alentadora de la situación: hoy hay apenas un establecimiento agroecológico, orgánico o biodinámico cada 50. Pero Eduardo no se desanima: “Queremos que sean dos, tres, diez. con eso podríamos achicar la importación de agroquímicos, disminuir las sustancias tóxicas en el ambiente. El objetivo entonces es que haya más productores agroecológicos y más responsabilidad en el consumo. Y lograr que cada vez más podamos vivir mejor con lo nuestro, produciendo de manera sustentable, habitando el territorio con alimentos sanos, que estemos tranquilos y felices, respetando la diversidad en su totalidad”.

¿Podrá este ingeniero agrónomo doblegar a la agroindustria a base de educación, amor, solidaridad y cooperación? ¿Podrá este planteo de base científica, pero nutrido de experiencias humanas no mensurables, cambiar para siempre la matriz productiva del campo? Eduardo elige la pandemia provocada por el coronavirus que azota al mundo entero como una muestra de que hay que torcer el rumbo. “Creo que ese va a ser un aprendizaje de este momento histórico. Un virus, que ni siquiera es un ser vivo, que es una partícula de un cromosoma, pudo hacer un deterioro tan grande de la civilización. Si no cambiamos, vamos mal. Pero tenemos una oportunidad, hay que aprovecharla”.

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