Por Ricardo Orozco, Alainet, 23 de mayo de 2019

Cobrar conciencia de que vivimos en una cámara de gas global acongoja, en una manera muy similar al sentimiento que se experimenta con la claustrofobia. Los sentidos se alteran, la percepción del peligro aumenta y la impresión de que éste está en todas partes, como una especie de presencia absoluta que todo lo abarca, se vuelve insoportable.

La actual Contingencia Ambiental decretada para la Megalópolis, primero; y en varias otras ciudades industriales de México, en seguida; de alguna manera da cuenta de lo potente que es esa experiencia claustrofóbica que hoy se vive en el país. Y es que, más allá de aquellas personas que son incapaces de cobrar conciencia sobre la crisis ambiental en la que se encuentra México (menos aún de la situación en el resto del mundo, o, en términos aún más complejos, de la crisis sistémica del capitalismo contemporáneo y su modelo de civilización), las imágenes de una ciudad sumida en la bruma, con espacios en los que ver más allá de un par de kilómetros era materialmente imposible, no deja de provocar, de golpe, un efecto de enclaustramiento total en lugares que, por más amplios que se sepan, se reducen a la imposibilidad de escapar del aire contaminado.

Es innegable que hay en curso una suerte de urgencia que indica que se tiene que hacer algo ya, como si al detener algunas de nuestras prácticas más nocivas, a nivel personal (como dejar de fumar cigarrillos, usar un par de veces el transporte público en lugar del vehículo particular, no consumir popotes u otros utensilios de plástico con vida útil de un solo uso, etcétera), de inmediato tuviese la capacidad, si bien no de detener el tiempo y revertir el caos generado, por lo menos, sí, de hacer un cambio real en el entorno más inmediato de convivencia cotidiana.

La jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, (la persona que basó el grueso de su plataforma política, por un lado, en su estatus de científica universitaria; y por el otro, en la necesidad de sacar el mayor provecho posible a los desarrollos científicos y tecnológicos para generar una ciudad de avanzada, futurista, resiliente e inteligente), por ejemplo, en alguno de sus mensajes a la ciudadanía en los que informaba sobre las acciones que el Gobierno capitalino estaría desarrollando para mitigar un poco los efectos de la contaminación atmosférica en la salud de los habitantes de la entidad hizo dos cosas que dan cuenta del sentido común que impera a nivel colectivo sobre el cambio ambiental.

La primera de esas cosas que hizo fue exculpar a toda actividad humana de su parte de responsabilidad en el problema al señalar que lo extraordinario de las condiciones atmosféricas que hoy imperan en la Megalópolis se debe, en esencia, a factores que competen por completo al propio medio ambiente: como el hecho de que la circulación del viento en la región sea extraordinariamente menor a la registrada en otros momentos, o a que el calor en la ciudad sea extraordinariamente más alto que en otros tiempos, o a que los incendios que se están sucediendo a lo largo y ancho de la geografía nacional sean extraordinariamente más intensos, más amplios y más recurrentes que en años pasados.

Lo segundo, fue señalar que el problema de la actividad humana, en todo caso, no es la forma misma de su modelo de producción y consumo material, en sí, sino los excesos en los que ésta cae. Ejemplo claro de este segundo argumento es que, al concluir su mensaje, Sheinbaum instó a la ciudadanía a denunciar ante LOCATEL, el centro de contacto de la Ciudad de México, a todas aquellas fuentes de contaminación que sean ostensiblemente contaminantes del medio ambiente, como los vehículos que aun transitan por la ciudad expidiendo fumarolas negras.

Ambos argumentos de la Jefa de Gobierno capitalina retratan el sentido común del resto de la población, en torno del cambio ambiental en sus distintas escalas (cuando es posible pensar en escalas mayores al propio espacio urbano en el que se habita, lo cual no sucede con frecuencia en la actividad cognoscente del promedio de una población más preocupada por mantenerse con vida a través de un empleo precario y medios de reproducción igualmente precarios) por dos razones muy sencillas: primero, porque hay una total desconexión abismal entre el individuo y el medio extra-urbano al que constantemente se explota para mantener los estándares de consumo cotidianos de la población; y después, porque sólo aquello que se percibe como estéticamente contaminante termina por percibirse como un contaminante real, obviando, desconociendo e invisibilizando que, incluso aquello que a primera vista no parece contaminante, lo es; y lo es en una escala global que escapa por completo a todo esfuerzo de aprehensión analítica.

Ahora bien, explicar el primer punto no precisa de mucho esfuerzo: las cadenas de producción, de circulación y de consumo mercantil en el capitalismo han adquirido una complejidad tan amplia y profunda, que hoy ya son realmente muy pocos los espacios y las colectividades que son capaces de presumir que aun mantienen algún contacto directo. El desprendimiento material del individuo respecto de sus medios de producción se encuentra en una fase tan avanzada, que incluso como actividad intelectual se vuelve ya cada vez más complicado realizar el rastreo de la procedencia y el tránsito de las mercancías que las sociedades consumen en su día a día. La inmediatez que alcanza el consumo en la actualidad hace impensable un desabastecimiento en los grandes centros urbanos; y hace, asimismo, impensable la totalidad del proceso por el cual se obtienen esas mercancías.

Ello, en términos generales, es la ampliación del reclamo que durante años han venido realizando algunos círculos sociales en contra del consumo de carnes. Y lo cierto es que el principio es muy sencillo: una de las principales condiciones de posibilidad del consumo masivo de carnes en el capitalismo contemporáneo es que, entre el consumidor final y el animal al que se quita la vida para generar la carne consumible, hay una distancia afectiva, lógica y existencial tan grande que eso hace posible que los métodos tan sangrientos y despiadados con los que se crían y se asesinan animales para el consumo humano sean impensables al momento, justo, de consumir los cárnicos. Con el resto del medio ambiente ocurre lo mismo: hay una imposibilidad lógica-cognitiva y afectiva de pensar la explotación del planeta.

El segundo punto, por otro lado, es aún más catastrófico que el anterior porque supone vivir en la ilusión de que el problema son los excesos, y no necesariamente el modo de vida, la producción y el consumo capitalistas; sustentados, ambos, en un permanente consumo de mercancías que posibilitan la acumulación ampliada de capital a nivel global. Es ridículo el tener que seguir explicando este punto en el momento en el que la humanidad se encuentra, pero inclusive si toda una sociedad se coordina para, por ejemplo, dejar de producir productos de plástico de un uso único (como el popote), el problema que viene a continuación es la manera en la que se sustituye el mal. En México, sin ir más lejos, esto se ve reflejado con exactitud en la naciente industria de los popotes biodegradables y reciclables hechos de Maguey (la misma cactácea de la que se extraen destilados como el tequila).

Y es que lo absurdo de la respuesta que ofrece el mercado ante la catástrofe ambiental es que sólo se sustituye una devastación por otra. Pensando en el caso de los popotes de Maguey (cuya oferta es no contaminar los océanos, degradarse en tiempo récord y no ser nocivos con la tierra y sus propiedades de fertilidad), lo único que se alcanza a observar es que ahora la explotación del Maguey se redoblará debido a las necesidades ya no sólo abastecer a las industrias que abastecía hasta el momento, sino que, ahora, deberá dar cabida, también, a suplir la demanda de popotes biodegradables.

En este sentido, cuando desde posiciones como la defendida en estas líneas se tiende a hacer notar que el problema es el capitalismo (es decir, el modo de producción y consumo) lo que se busca hacer notar es que el problema no está entre lo degradable y lo no-degradable por la naturaleza, sino en las escalas de consumo de recursos naturales que se requieren para satisfacer hasta las más absurdas y vanidosas de las necesidades de consumo de los individuos y las colectividades. Por ello, cuando Sheinbaum sale a pedir a la ciudadanía que denuncie ante las autoridades a los vehículos ostensiblemente contaminantes, la falacia en su argumento (y en el resto de los habitantes que lo suscriben en su cotidianidad, aplicándolo a otros casos de ostensible contaminación) es que no reconoce que todo vehículo es contaminante, hasta los híbridos (por el proceso de quema de gas que se requiere para generar la electricidad de la que se nutren).

La escala espacial y temporal de las actividades humanas que están devastando el planeta es tan amplia y profunda que, para pensar siquiera un efecto menor en el ambiente, es necesario pensar en una parálisis completa de la actividad industrial, de la producción y el consumo actuales. Y lo cierto es que, ante eso, nadie está preparado o preparada: la sola idea de detener la actividad humana es impensable, raya en lo absurdo para el sentido común. Y es que, además, el riesgo en pensar que un cambio global puede funcionar en cadena, pensando global pero actuando local, es que se repitan farsas como las del protocolo de Kioto, en el que las reducciones de emisiones de gases de efecto invernadero (Dióxido de Carbono, principalmente) terminaron siendo subordinadas a la emisión de Bonos de Carbono que permitían la ampliación de la actividad industrial contaminante en los países de las economías centrales al tiempo que se externalizaban esos costos en las sociedades periféricas.

Sin duda hay un sentido de urgencia que exige actuar. La sensación de estar atrapados y atrapadas en un mundo tan amplio, pero en el que el asesino está en todos lados, obliga a aguantar la respiración, literal y metafóricamente, por unos instantes. El problema es que de inmediato se cae en la cuenta de que es imposible dejar de respirar. Allí el problema es tener que recurrir de nuevo a la resignación de que quizá la humanidad deberá comenzar a adaptarse a respirar aire contaminado, así como se ha adaptado a otras tantas catástrofes por ella misma producidas (amén del darwinismo social).

La fe en la ciencia y la tecnología modernas, con sus escenarios globales de contención de daños: como la siembra de nubes, la purificación ampliada de ozono, la ionización del aire, el desarrollo de biocombustibles, la desalinización del agua, etcétera; son reflejo de esa fantasía en la que la catástrofe planetaria, civilizatoria, no tiene cabida. Y ese, hay que subrayarlo, es el sentimiento claustrofóbico más potente hasta ahora experimentado por quienes sabemos que no hay otro mundo para habitar.

– Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional

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