Por Víctor M. Toledo, La Jornada, 9 de abril de 2019

El pecado mayor del ambientalismo, el conjunto de movimientos en defensa de la naturaleza y sus autores, fue habernos hecho creer que los culpables de la destrucción del mundo natural éramos todos los seres humanos sin excepción.

Ya no sólo debíamos paliar y enfrentar un mundo de destrucción y deterioro, sino también debíamos vivir eternamente bajo el estigma de haberlo provocado. Entonces nos volvimos la especie más culpable del planeta.

Imagine decirle a una familia que ha vivido en la miseria –896 millones viven en extrema pobreza y alrededor de 2 mil 200 millones en pobreza normal– que la crisis ecológica es también su culpa y que debe hacer sacrificios para contribuir a solucionarla. Esta idea, alimentada por la visión estrecha e incompleta de la biología, predominó durante décadas, y si bien sirvió para un saludable cambio de conducta a escalas individual, familiar y grupal, también operó como eficaz mecanismo que desvió la atención de los verdaderos culpables. En la arena científica, la cúspide de esta concepción se alcanzó con la adopción en la jerga académica del concepto de antropoceno, formulada por Paul Crutzen, premio Nobel de Química y uno de los estudiosos más destacados de la atmósfera.

El antropoceno quedó definido como una nueva era geológica en la que la acción humana (la civilización moderna e industrial) se ha convertido en una nueva fuerza capaz de alterar los mayores procesos y ciclos del planeta. Hubo que esperar el desarrollo y proliferación de una ecología política para cuestionar mediante evidencias bien documentadas, las limitaciones de esa visión. A ello contribuyeron numerosos autores que fueron develando los mecanismos de la devastación de manera crítica. Por ejemplo, en 2015, la mitad de las emisiones totales de CO2 fueron responsabilidad de 10 por ciento de la población con más riqueza –700 millones de personas–, mientras la mitad de la población mundial –3 mil 500 millones– sólo generó 10 por ciento de las emisiones. Aún peor: según Oxfam, las emisiones de carbono de uno por ciento más rico son 30 veces mayores que las de 50 por ciento más pobre. Los agentes más contaminantes en la historia son las corporaciones petroleras, gaseras y cementeras. Como vimos en un artículo anterior (https://bit.ly/2uVIEu6), entre 1751 y 2010, tan sólo 90 corporaciones emitieron 63 por ciento del total de gases de efecto invernadero.

Las numerosas críticas a la idea de un antropoceno quedaron finalmente condensadas en el concepto de capitaloceno, formalmente desarrollado en el libro de Jason W. Moore (Anthropocene or Capitalocene? Nature, History and the Crisis of Capitalism, 2016), ampliamente glosado en el número 53 de la revista Ecología Política (https://bit.ly/2UmMPyd ). Moore establece en su libro que es la coacción forzada del trabajo (tanto humano como no humano), subordinada al imperativo del beneficio a cualquier precio (la acumulación ilimitada del capital), lo que provoca la ruptura del equilibrio del ecosistema planetario. No es pues la humanidad sino una pequeñísima parte de ella la principal causante.

El cambio climático no debe entonces atribuirse al mero hecho de que el planeta esté poblado por 7 mil millones, sino al reducido número de personas (uno por ciento) que controlan los medios de producción y deciden cómo se ha de usar la energía. Se trata entonces de actuar contra el capital fósil. En contraposición con lo anterior, todo el aparato del sistema opera para que los ciudadanos no reconozcan y adopten esa posición. En lenguaje diplomático: se trata de no politizar la situación. No sólo los negacionistas de la crisis ecológica y climática actúan en esa línea, sino también entidades enteras como el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma), que desde 2012 impulsa con mucha fuerza la llamada economía verde, una estrategia para ocultar el papel de las corporaciones y hacer compatible el capitalismo con la ecología, o la FAO, que a regañadientes ha aceptado hasta recientemente a la agroecología y al campesinado como opción ante los sistemas destructivos agroindustriales, que es la vía capitalista en la agricultura.

En el ocultamiento antropogénico participan también científicos conservadores. En México, como hemos señalado, existe el caso de que conocidas figuras de la ecología encabecen las campañas de lavado verde (green-washing) de las mayores corporaciones como Coca Cola, Volkswagen, Cemex, Bimbo, Telmex, Grupo México (https://bit.ly/2YYZtC7) e impulsen conceptos como el de capital natural, que apuesta por el carácter virtuoso de la mercantilización de la naturaleza. En suma, hoy resulta cada vez más difícil negar que vivimos inmersos en una nueva era geológica, que más que antropoceno debe llamarse capitaloceno, y que debemos salir de ella lo más rápido posible, antes de que el destino nos rebase.