Lo que comemos está destruyendo nuestro planeta

Si en 12 años no cambiamos radicalmente la manera en la cual tratamos al planeta, nuestras conductas y políticas tendrás efectos que no se podrán revertir.

Por José Luis Chicoma, Animal Político, 26 de noviembre de 2018

Esta aseveración histórica no fue el pedido de un grupo de activistas en protesta. Fue el urgente llamado del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, que resumió el trabajo de casi 100 expertos, basado en más 6000 estudios.

¿Podremos ser suficientemente inteligentes y desprendidos, tanto nosotros, como nuestros gobiernos, para acelerar la implementación de las soluciones que reviertan la situación en la cual hemos puesto al planeta? Este tal vez es el reto más importante que ha tenido la humanidad. Hay muchas acciones individuales relacionadas con nuestro estilo de vida que requieren acción colectiva masiva y cambios acelerados de mentalidad. Sin embargo, también hay decisiones que pueden afectar a grandes intereses, en varios sectores; desde qué combustibles usamos a cómo nos transportamos y viajamos, desde cómo tratamos la tierra para sembrar y cosechar a lo que comemos.

Nuestra alimentación tiene efectos dramáticos en el cambio climático. Los sistemas alimentarios representan entre 19 a 29%algunos dicen que llega a 50%!) de los gases de efecto invernadero a nivel global, una de las principales fuentes del cambio climático. Esto incluye emisiones agrícolas (las vacas que nos comemos son una de las principales fuentes de gases invernadero, así como lo que ellas comen), la producción, uso y abuso de fertilizantes químicos, los combustibles para los tractores, el transporte de alimentos, la refrigeración en la cadena de frío, y nuestras cocinas. También la deforestación, pérdida y desperdicio de alimentos, son factores que directa e indirectamente contribuyen al cambio climático.

¿Qué cambios tenemos que hacer en cómo nos alimentamos, cómo producimos lo que comemos y cómo lo usamos? Acá les presentamos tres propuestas que podrían contribuir a revertir el efecto de los sistemas alimentarios en el cambio climático.

  1. Plantas y vegetales, en lugar de carne

Nuestro consumo excesivo de carne, particularmente de res, es una de las principales fuentes de gases invernadero, con casi el 15% del total de las emisiones globales. El cóctel de gases derivados de la carne es letal para el planeta: los rumiantes producen metano en su digestión, el uso de la tierra y los combustibles emiten dióxido de carbono, y los fertilizantes generan óxido de nitrógeno. También es muy dañino para nuestros cuerpos y la salud pública, porque muchos tendemos a consumir más proteína animal de la que necesitamos, lo que resulta en ciertos tipos de cáncer, enfermedades cardiacas, obesidad, entre otros.

Siempre se habla de cambiar las preferencias de los consumidores. Es más fácil decirlo que hacerlo, cuando billones de personas están acostumbradas hace décadas a sabores y gustos relacionados con la carne. Y cuando en muchos países está creciendo radicalmente su consumo: a principios de los ochenta, el consumo promedio de carne en China era de 13 kilogramos al año. Actualmente es de más de 60 kilogramos y en 2030 podría llegar a 90 kilogramos. Y no sólo son preferencias: la carne puede ser necesaria para otros millones consumidores de bajos ingresos que la necesitan para llegar a los niveles recomendados de proteínas y micronutrientes.

Por esto, lo más efectivo es, sí, promover un cambio de preferencias (a través de guías dietéticas y campañas que aprovechen la popularidad de celebridades y chefs para difundir el mensaje), pero acompañado de cambios más estructurales. Empezar por eliminar las distorsiones en precios que hacen que la carne sea más barata, originados por los subsidios que recibe la ganadería, desde los directos, a los cuantiosos apoyos a cultivos como el maíz en EEUU, el principal alimento de las vacas en las últimas décadas. También mayor disponibilidad y asequibilidad de productos saludables: frutas, vegetales, legumbres, entre otros. Y, tal vez, llegó el momento de plantear un impuesto a los productos más contaminantes al medio ambiente como la carne (y utilizando la recaudación para subsidiar las plantas y vegetales más saludables), siempre tomando en cuenta su efecto en los más pobres.

  1. Agroecología, que es mucho más que agricultura climáticamente inteligente

Durante décadas una de las preocupaciones principales en el mundo fue: ¿cómo alimentamos a una población en crecimiento? Las soluciones resultaron en un círculo vicioso de agricultura intensiva en la tierra, el uso de fertilizantes y pesticidas químicos, monocultivos, transgénicos y más. Esta mal llamada “Revolución Verde” aumentó la productividad de la tierra, pero con costos ambientales muy altos: degradación del suelo, contaminación del agua, pérdida de la biodiversidad, y, claro, un aumento drástico de los gases de efecto invernadero.

Al apresurarnos por obtener una respuesta rápida, no nos dimos cuenta que la solución era evidente si abríamos más los ojos: la naturaleza, con un manejo humano eficiente y circular de recursos. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO) nos dice que la “agroecología está basada en la aplicación de los conceptos y principios ecológicos para optimizar las interacciones entre plantas, animales, humanos y el medio ambiente, tomando en cuenta los aspectos sociales necesarios para tener sistemas alimentarios sostenibles y justos”.

La agroecología, si se gestiona bien y se adapta a las características de cada espacio, promete una productividad de largo plazo que vincula los objetivos de alimentación, sostenibilidad y biodiversidad. En la práctica significa que campesinos, agricultores e investigadores trabajen juntos para aplicar técnicas tanto ancestrales como nuevas que sean las más adaptables a las condiciones específicas de cada espacio; con miras a mejorar sus prácticas de uso y manejo de tierra, agua, energía, y demás recursos. El resultado sería una mejora en la fertilidad de los suelos, reciclaje de sus nutrientes y aumento de la biodiversidad, sin depender de fertilizantes químicos y pesticidas y otras tecnologías extremadamente dañinas para la tierra y el medio ambiente.

América Latina tiene muchos casos prácticos. El rescate del waru-waru en los Andes peruanos, una tecnología de más de 3,000 años, que emplea plataformas de tierra cultivable rodeadas de agua, que permite cosechas productivas (a pesar de un ambiente inhóspito en alturas de casi ¡4,000 metros!). En México y otros países, son muy importantes las plantaciones agroforestales de café bajo sombra con policultivos, muy distintas a la agroindustria cafetalera bajo sol, que es intensiva en agroquímicos, con todos los efectos negativos de deforestación y erosión. Y muchos más.

No hay que confundir la agroecología con la agricultura climáticamente inteligente, un concepto más amplio referido a la transformación y reorientación de los sistemas agrícolas garantizando seguridad alimentaria en el “contexto” de un clima cambiante. Con ese tímido acercamiento, lo que asegura es producir resultados “climáticamente estúpidos, como la producción en masa de soya destinada a la industria de carne y biocombustible”. Muchas organizaciones que promueven la agroecología denuncian que corporaciones multinacionales, que promueven fertilizantes sintéticos, producción industrial de carne y agricultura intensiva de gran escala (prácticas que contribuyen significativamente al cambio climático), se llaman “climáticamente inteligentes”.

  1. Cambios estructurales en acceso y consumo, más allá del desperdicio de alimentos

¿Cuál es la respuesta favorita de un político o burócrata cuando se le pregunta cómo reparar los sistemas alimentarios? Reducir el desperdicio y la pérdida de alimentos. Esta es una de las metas favoritas de los Objetivos de Desarrollo Sostenible para organismos internacionales y multinacionales. En conferencias sobre sistemas alimentarios, representantes gubernamentales firman con mucho orgullo acuerdos sobre sus compromisos al respecto. En foros de alto nivel de coordinación internacional se prioriza el tema.

Las cifras que presentan son contundentes. La tercera parte de los alimentos producidos globalmente se pierden o desperdician después de su cosecha. ¡1.3 billones de toneladas métricas de alimentos al año! Los efectos de atenuarlo van desde una menor contaminación a una disminución en la presión sobre los recursos naturales.

Sin embargo, reducir el desperdicio y pérdida de alimentos, ignora un patrón estructural: una producción excesiva que es dirigida a cierto segmento de la población, y a alimentar animales y carros en lugar de humanos. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO) nos dice que se producen 2,800 calorías diarias de comida para cada persona en el planeta, pero que 821 millones de personas sufren de hambre. El problema no es la productividad ni el desperdicio de alimentos, es la pobreza y las inequidades en el acceso y consumo de alimentación saludable. Y el uso ineficiente y exclusivo que se hace de la tierra, el agua, la energía y los recursos naturales para atender estas inequidades.

Actuar ante este tema es importante. Sin embargo, no puede distraernos de cambios más estructurales en la producción, distribución y acceso en los sistemas alimentarios. Ni permitir que políticos y empresas multinacionales lo utilicen para decir que sí están atendiendo los problemas. Si produces alimentos ultraprocesados que son dañinos para la salud, no puedes lavarte la cara diciendo que tienes una plataforma innovadora para disminuir el desperdicio de alimentos; la solución es cambiar tus productos para que sean saludables. Si tus productos aceleran el cambio climático y reducen la biodiversidad global, no basta con que formes una alianza para combatir el desperdicio de alimentos, ni que apoyes bancos de comida; tu huella ambiental va a seguir destruyendo el planeta.

Tu consumo importa, pero mucho más tu voto

Es decisión de nosotros, sí. Importan nuestras preferencias y patrones de consumo. Pero la presión sobre las decisiones individuales de los ciudadanos es desmedida. Al final, las grandes decisiones sobre los sistemas alimentarios las tienen que tomar nuestros gobernantes. Por esto, nuestra principal responsabilidad es votar y fiscalizar a nuestros políticos para que nos rindan cuentas sobre qué están decidiendo sobre el planeta.

* José Luis Chicoma es Director General de Ethos Laboratorio de Políticas Públicas (@joseluischicoma)