Por Yuriria Iturriaga*, La Jornada del Campo, 19 de agosto de 2018

De un lado, el color de quienes se han levantado el orgulloso cuello con saberes ajenos para beneficiar sus propios intereses; del otro, el de quienes nos hemos indignado por el uso y resultado de una iniciativa noble, presentada en el año 2000 por quien firma este artículo, aprovechando en aquel entonces la coyuntura abierta por el director general de la UNESCO, Federico Mayor (1987-1999), de incorporar patrimonios culturales inmateriales (PCI) en las listas de Patrimonio de la Humanidad.

Cabe señalar que este tipo de políticas inclusivas llevaron a Estados Unidos e Inglaterra a retirarse de la institución internacional (en 1985 y 1986), para no reintegrarse con sus cuotas sino hasta 2003 y 2007, cuando Koichiro Matzura (1999-2009) y la actual directora, Irina Bokova, mostraran su docilidad para enfocar la cultura como un bien mercantil.

Sin embargo, la convocatoria para las declaratorias del PCI dice a la letra que las candidaturas deben tener el fin de “preservar de su desaparición y/o degradación los ecosistemas que son maravillas naturales, o huellas materiales de la historia humana que son irreproducibles, los saberes, herramientas y técnicas ancestrales en vías de desaparición, que han dado innumerables rostros a las culturas del mundo […]”. Características que, a nuestro parecer, corresponden inequívocamente a la producción y consumo de nuestros alimentos tradicionales, los que en sólo 30 años han sido suplantados por comestibles industriales, al tiempo que desaparecen cada año cientos de miles de hectáreas de milpa (sistema de cultivo compuesto por ocho o más productos, simbióticos desde la tierra hasta la mesa), resembradas por monocultivos de exportación o por otras formas de explotación de la tierra como el extractivismo.

Además, desde enero de 1994, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) introduce en México maíz y frijol de mala calidad y bajo precio, en competencia desleal con nuestros campesinos, a quienes se les retiraron los precios de garantía mientras el gobierno de Estados Unidos subvenciona a sus agricultores. Sin duda, están en vías de desaparición los alimentos básicos de calidad del pueblo mexicano, así como sus técnicas de preparación tradicional (nixtamal, molcajetes, metates) y de cocción (comal, botes de vapor), utensilios, vajillas y textiles hechos con materiales nobles y saludables, apropiados a su uso y cuya defensa no detiene el progreso sino introduce en la modernidad lo mejor de la tradición. Lo que otros pueblos del primer mundo sí valoran.

Siendo indisociables la biodiversidad de los saberes en posesión de los pueblos indígenas y campesinos vivos, éstos estarían dispuestos a continuar defendiendo su papel de custodios de las tierras, bosques y aguas que heredaron, si contaran con leyes internacionales que impidieran los desplazamientos obligados y la ruptura generacional que implica pérdida de lengua y cultura. Es decir, si la milpa estuviera protegida, la seguirían cultivando y sus productos seguirían alimentando culturas culinarias regionales, porque la gente es consciente de que, sin las milpas, serían imposibles sus cocinas.

De este modo, el sujeto de la cultura en peligro (la comunidad local, regional, nacional) habría dado su acuerdo para defender la milpa como parte indisociable de su identidad, otro de los preceptos de las candidaturas para el PCI. Y, otro de gran importancia: el Estado se debe comprometer a implementar medidas para salvaguardar el PCI de su desaparición (y presentar) una lista razonada y calendarizada de las medidas de salvaguarda que el gobierno del Estado signatario se compromete a llevar a cabo para detener el deterioro y preservar su autenticidad, de común acuerdo con la comunidad detentora y sujeto de la cultura en peligro, presentando una valoración de los costos necesarios para llevar a cabo el rescate y salvaguarda.

En otras palabras, las declaratorias de la UNESCO del PCI son vinculantes para los gobiernos de los Estados firmantes.

En este contexto, propusimos como medida urgente de salvaguarda retirar el sistema mesoamericano de la milpa del TLCAN, para proteger el maíz, el frijol y todos los demás productos que se siembran en suelos y climas diversos de la República y que son el sustento imprescindible de todas nuestras cocinas. Porque teníamos el ejemplo de la noción de “excepción cultural” que impuso Francia ante la Organización Mundial del Comercio (OMC) para defender su cultura cinematográfica y televisiva.

Con el apoyo de miles de firmas de las comunidades campesinas, indígenas y de ciudadanos urbanos podría haber progresado esta iniciativa. En cambio, quienes la tomaron y desvirtuaron por medio de una sociedad civil llamada Conservatorio de Cultura Gastronómica Mexicana, con cabildeos e influencias, consiguieron, en su beneficio y sin ningún compromiso gubernamental, el reconocimiento de la UNESCO a las Cocinas mexicanas, paradigma de Michoacán, con cuatro medidas de salvaguarda: “1) Dar a las cocineras cursos de higiene, 2) De técnicas culinarias, 3) De administración de empresas y 4) De publicidad”. Es una aberración cuya finalidad es sacar a las cocineras de sus comunidades, sembrar sus mini empresas en nuevas rutas turísticas e involucrarlas en la más pura corriente neoliberal del turismo. Mientras los restauranteros se inspiran en ellas para hacer su nouvelle cuisine mexicana y las usan en sus “ferias internacionales” como figurantes folklóricas. Por algo los restauranteros representaron el grueso de los, alrededor de cien, firmantes de la “comunidad” que demandó el reconocimiento del PCI en 2010.

SAQUEMOS LA  
MILPA DEL TLCAN
En la renegociación del TLCAN hay que juntar firmas para sacar la milpa del Tratado, argumentando que es la base de las cocinas mexicanas, patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, reconocido por la UNESCO.  

Pero usar el label de la UNESCO para promover cocinas reinventadas es un fraude, porque éstas no están en peligro ni son aún patrimonio colectivo, así como es fraudulenta la ola mediática de los embajadores de la gastronomía mexicana, representada por chefs y chefas que, por respetables que sean, usan los recursos que privaron al país del beneficio incalculable de preservar las milpas y dar a otras personas y a sus descendientes mejores perspectivas de vida, valorando y defendiendo sus saberes en la producción y uso de productos locales para la alimentación y la medicina.

En las urbes también hubiéramos ganado, comiendo más sano, recuperando platillos de los que algunos sólo han escuchado hablar, porque los ingredientes no se consiguen. Y nuestro orgullo nacional tendría un sustento real en tiempos de desaliento generalizado por la injusticia social y la globalización alimentaria.