Por Antonio Calera-Grobet

Para los nacidos en este territorio de América que conocemos como México, ningún olor supera, en su capacidad evocadora de lo que significa nuestra tradición o nuestra historia, al olor del maíz. Porque pareciera que al estarse su masa haciendo (ese nixtamal de maíz molido, ya sea cocido, tatemado o frito), no sólo se tratara del inicio de un procedimiento culinario, el comienzo de un guiso, platillo o antojito, sino la puesta en escena, en nuestra mera consciencia (menos como una película y más como un cúmulo de sensaciones), de una suerte de capital emocional, se obturara invisiblemente el reconocimiento de un patrimonio cultural común a todos.

Así las cosas, entre dichas obturaciones de lo que pudiera significar un proceso de afirmación de lo identitario (reconocerse parte de un grupo social con determinado tiempo y espacio, una particular forma de entender el mundo), no puede sino situarse a la tortilla como el elemento simbólico más poderoso; un signo de mínimo común múltiplo trascendental a todas las generaciones y todos los territorios, una suerte de espejo (hágase válida la metáfora), un círculo no de vidrio u obsidiana sino de materia comestible, de masa, que refleja a todos con el mismo esmero.

Y es que habría que ir más allá de los lugares comunes para reflexionar sobre este elemento que no sólo es parte central de nuestra dieta, sino de nuestra comida y, más allá aún, de nuestro patrimonio cultural, distinguido por cierto, en el año 2010, como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO. Por ejemplo, analizar la manera en que llega a nuestra mesa. Porque, pese a que los ingredientes para hacer tortillas son los mismos desde hace cerca de tres mil años (se calcula que se hacen tortillas desde que comenzó a sembrarse el maíz en esta zona del continente, entre el año 2000 y el 1000 A.C.) –a saber maíz, cal y agua–, hay tantas calidades de tortillas como maneras de hacerlas, sobre todo si son realizadas no por las manos humanas o con la ayuda de un tortillero individual, sino por maquinarias.

La historia de las máquinas tortilladoras, por demás interesante, es ciertamente copiosa y abundante en información sobre sus constantes mejorías en el ramo de la ingeniería industrial. Si bien hay quien piensa que su invención fue de origen norteamericano, numerosas fuentes registran la aparición de la primera máquina en 1904, gracias al invento de los mexicanos Everardo Rodríguez Arce y Luis Romero. En los años siguientes, gracias a la iniciativa de diferentes inventores y empresarios, se lograría implementar una serie de máquinas de dimensiones menos industriales que, con base en un sistema de rodillos, alambres despegadores y troquelado de la materia prima (primero por la combustión de madera, carbón o petróleo y finalmente con gas como se realiza hasta la fecha), se irían semejando a las que conocemos en el presente. Como resultado de una gradual serie de modificaciones encaminadas a economizar insumos, combustible y ejercicio humano, podría decirse que tras la invención de la primera máquina automática por Fausto Celorio en 1947 (salvo que se tome en serio la Flatev de Carlos Ruiz, cuyo costo a su salida en 2017 será de 400 dólares y producirá tortillas caseras en dos minutos) quedó fijada, de manera precisa, la manera de reproducir mecánicamente las dimensiones, el peso y el cocimiento de una tortilla convencional. A saber: de entre 12 y 15 centímetros de diámetro (resultando de cerca de 20 luego de su primer calentamiento), y de dos a tres milímetros de grosor, quedando medio cocidas ya sea sobre alguna sartén o por fuego indirecto de alguna resistencia o quemador, pudiéndose reutilizar así, luego de su enfriamiento, a gusto del consumidor.

¿Podría entonces ser concebida la tortilla, en este mundo en que todo es vértigo absolutamente enfermo, como un tesoro apenas superviviente ante la comida extranjera, chatarra o malhecha? Tal vez. También, por el contrario, podría ser vista como gran vencedora de todas sus batallas en términos de aculturación o colonización. Ateniéndonos apenas a su mutación formal, podemos decir que la tortilla ha adoptado la forma y maneras que más le han convenido para colarse por arriba de otros elementos en el gusto de su población. Ya sea en forma de tostada, totopo frito o juliana, rehogada en caldos o bañada en salsas, convertida en soporte o tapa, la tortilla aparece con toda su fuerza en la dieta mexicana. Y más profundamente, porque ya lejos de los ridículos «tortibonos» de la antigua CONASUPO (ahora DICONSA), de la manera en que los gobiernos han especulado corruptamente con el abasto de tan preciado producto, la tortilla ha salido adelante, victoriosa e ilesa (escribiera Jorge Ibargüengoitia que la tortilla es «alimento, plato, cubierto y estabilidad», y vaya que ha servido como moneda de cambio en tarjetas magnéticas, para campañas proselitistas o asistencialistas a manera de las consabidas «despensas»).

Calli significa «casa» en náhuatl, y en la misma lengua tlaxcalli significa «tortilla». Como si los términos quisieran que al pronunciar tortilla hubiera siempre que decir casa. Y así es que en verdad se siente cómo se vive cotidianamente entre la gente: la tortilla que resguarda, cobija, guarece lo que comemos. Como soporte o utensilio, como eje de platillos fuertes o con la humildad de saberse acompañamiento, la tortilla quizá sea uno de los elementos más fuertes y al mismo tiempo más cambiantes con los que contamos. Y quizá por ello se trate hasta de una metáfora del ser mexicano, de lo que concebimos como tal.

Porque se trata de una dádiva de la tierra por gracia de los dioses pero al mismo tiempo por la mano del hombre, que llega a nuestra mesa una vez pasada por el artificio tan bello que es el taller del fuego, tal y como si se tratase de una suerte de recompensa luego del trabajo arduo, la construcción incesante de una forma de ser y estar en el mundo, una búsqueda de identidad, la tortilla es nuestro más rotundo emblema. Porque luego de las relaciones eruditas del Popol Vuh o del Chilam Balam (en que el maíz se torna en sangre, máxima deidad, condición de posibilidad para la vida y el renacimiento como en la imagen del señor Pakal), la tortilla cotidiana, es decir, la tortilla mundana, la que ponemos entre las manos para la alimentación diaria, es la que refleja fielmente nuestro rostro; traza una suerte de filiación transversal en su pueblo al comerse por todos sin importar raza, poder económico o clase social.

Y es más: habría que ver a la tortilla como el más señero alimento espiritual, una suerte del bíblico maná. Habría que referirnos a ella (y no se trata aquí de evocar los ejemplos de la tortilla como materia del arte: la belleza de la pieza de Damián Ortega, Tortillas Construction Module, expuesta en el Guggenheim de Nueva York en 1998, ni bien los experimentos de gráfica sobre tortillas en la acción en contra del maíz transgénico realizados por Héctor Duarte en Chicago en 2016, o tantos otros) realmente como un símbolo de estabilidad sentimental; una representación de equilibrio en el imaginario colectivo que pareciera repetirse: «habiendo masa hay esperanza, habiendo tortillas las penas son mínimas».

Según los conteos oficiales, un mexicano adulto consume casi 100 kilos de tortillas al año. Tal vez ahí, en ese dato que pareciera numérico, entre la panacea y el placebo, se esconda el por qué los mexicanos no suelen arredrarse ante la adversidad: la tortilla más como comienzo o final de un ritual, un alimento o amuleto cargado para la cohesión social, como tabla de salvamiento o ansiolítico natural. Nunca como un mero corte de vegetal requemado, que se estiva en torres y se reviste de papel para no pasar hambre. Si fuera sólo eso, si fuera sólo así, ya no habría luz, «parque» como dijeran los generales, para acometer nuestro eterno revivir. Habiendo masa habrá esperanza, habiendo tortillas las penas serán mínimas. ¿No siempre se dice aquello de que somos lo que comemos?~

Fuente: https://revistahojasanta.com/sobremesa-1/2017/8/6/tortilla-el-crculo-que-nos-refleja