Por Elisa Ramírez, La Jornada del Campo, 21 de octubre de 2017

Son mucho más relevantes que los mitos donde se cuenta el origen de otros cultivos —los chiles son sangre de Cristo cuando huía y se espinó; los frijoles fueron ojos de un perro vivaracho; el camote blanco y el morado brotaron de los cuerpos de unos niños abandonados en el monte por su malvada madrastra; el chile y el tomate son producto de dos gotas de sangre del niño-maíz. Tampoco se habla mucho en los mitos de los sustentos que de por sí crecen en el monte, los que sólo se recolectan y son abundantes y relevantes en las dietas e industrias campesinas.

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Se cuenta que los dioses dieron el maíz al hombre, pero es más común que los ancestros se vean obligados a hallarlo. Nunca son los primeros en encontrarlo, otros son quienes dieron con él, escondido, enterrado, en algún lugar lejano: dizque lo trajo el zanate desde una milpa desconocida o que lo halló la zorra (se descubrió que lo comía por el aroma dulce y desconocido de sus flatulencias); dizque la hormiga arriera era la única que sabía por cuáles recovecos entrar a donde estaba escondido y tuvieron que amarrarle la cintura y torturarla hasta que confesó dónde estaba; que fueron el ratón o la tuza quienes royeron el cajón o el baúl donde lo habían guardado; o si no, que el rayo rajó la montaña o una enorme troje y por eso tomó distintos colores, al tatemarse aquellas primeras mazorcas.

El maíz del tiempo mítico era distinto del que conocemos: más grande y rendidor. Una mata daba mazorcas por redes y con un solo grano de maíz o un solo frijol se saciaba el hambre. También se cuenta que las herramientas trabajaban solas, o que los primeros milperos tuvieron ayudantes mágicos —a veces animales, a veces partes de sus cuerpos. O sea que todos los sacrificios y trabajos del campesino no existían cuando el primer maíz llegó al  mundo.

Entre los tzeltales, se cuenta que el señor Ánjel —mezcla de lagarto de tierra, rayo y portento— tenía cuatro hijas: la Madre del Frijol, de cabello muy negro, morena; la Madre de la Calabaza, de pelo más claro y gorda; la Madre de la Jícara, con la cara meca, y la Madre del Maíz, con el delantal manchado de masa y el pelo rubio. Tras muchas peripecias y variantes en este mito, encontramos que la mujer y su hijo menor se convierten en sol y luna. Así pues, en Chiapas la luna que miramos no tiene cráteres ni conejos: está pringada por moler la masa.

Entre los huicholes, el primer sembrador va en busca del maíz y le ofrecen en matrimonio a una de cinco Madres del Maíz. Se casa con el maíz amarillo y las hermanas muchachas-maíz —rojo, blanco, pinto y azul— llegan hasta el pueblo con su cuñado. La condición para tener el maíz primigenio —que apareció en montoncitos dentro del calihuey— era que la recién casada no debía ni moler ni trabajar durante cinco años. La suegra se enfurecía y la regañaba. La muchacha tuvo que obedecerla y al poner a cocer el nixtamal se le quemó el cuerpo; al moler la masa, se molió a sí misma. Regresó a casa de sus padres y cuando Watákame —el primer coamilero wirrárica— fue a buscarla, la encontró muy lastimada.

Ya no quisieron que se la llevara, pero le dieron otra semilla que tuvo que sembrar durante cinco años antes de obtener el maíz verdadero. Igualmente, entre coras y mixtecos de Guerrero, se cuenta cómo hubo de sembrarse varias veces tamo, bagazo u otras semillas antes de obtener maíz verdadero. Esto señalan los mitos sobre el largo proceso de domesticación de las milpas, la transformación del teocintle —que no requería ser sembrado— en el maíz de mazorca. Las cosechas y el lapso que tarda en madurar generalmente se remiten a la huida del Cristo a quien persiguen los judíos en Semana Santa —cuando comienza la siembra. Para despistar a sus acosadores, pide a los milperos que cuando les pregunten por él, digan que pasó cuando apenas sembraba; luego hacía crecer a una velocidad milagrosa los sembradíos. Cuando los perseguidores pasaban por el mismo lugar, creían que les llevaba mucha ventaja. Semejante milagro se desvanece cuando lo atrapan. El sembrador grosero que contestó al fugitivo que sembraba piedras vio cómo su milpa se convertía en terreno pedregoso, donde nada podía prosperar.

La calabaza, el frijol y el maíz fueron los únicos alimentos que los ancestros metieron en la canoa que se salvó del diluvio. Son alimentos de antes, llegados hasta los sobrevivientes de una nueva era.

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Las grandes culturas de Mesoamérica aparecieron cuando los pueblos descubrieron la agricultura, nacieron al abrigo de las matas de maíz, entre sus hojas –casi como los tamales. Resulta lógico, pues, que los mitos humanicen al maíz. Los huicholes lo consideran una mujer y los veracruzanos —náhuatl, huasteco, popoluca, totonaco— cuentan que Sentiopil o Homshuk fue un niño.

Como persona, sufre la violencia de sus congéneres, que practican el canibalismo al comérselo. Y quien primero lo ingiere es la Madre Tierra —que en el mito suele ser su abuela. Antropófaga, malvada y cruel, la vieja contrasta con la idílica imagen de la Pacha Mama, madre protectora plácidamente dormida, como la representó El Corcito.

En estos relatos se cuenta también por qué los hombres no pueden regresar a la vida una vez muertos. La idea de un renacimiento desde la muerte, tras sembrar los cadáveres en el seno de la tierra, impera en todas las mitologías de nuestro país. Así, el niño maíz renace, toma venganza de quienes lo atacaron, lucha contra el rayo, otorga su sustento al hombre.

En el antiguo mito náhuatl, Sentiopil es Centéotl, quien al morir fue sepultado y de su cuerpo brotaron plantas útiles: de su pelo brotó el algodón; de sus orejas, los bledos; de su nariz, la chía; de sus dedos, los camotes y de sus uñas el maíz.

No es el único en sufrir metamorfosis tras su muerte. Nakawé, que Carl Lumholtz llamó Madre-Crecimiento, avisó a Watákame que vendría un diluvio y lo protegió. Es a ella a quien se ofrenda en el centro del coamil para que crezcan los sembradíos y abunde la comida. Esa es una de sus facetas, la otra es más siniestra: es una vieja que recoge a los niños en un cántaro y se los come. Los niños, asustados, escapan. Como cantaba en las fiestas, tomaba mucho y se emborrachaba. Ahogada de borracha, aprovechan para castigarla: le abren la cabeza, le sacan los sesos y le llenan el cráneo con hormigas, avispas y otros animales que pican. Cuando despierta, le dan de comer sus propios sesos, pero tiene tal jaqueca y sufre tal cruda que se tira de cabeza a la barranca. De los trozos desperdigados de su cuerpo crecen todos los sustentos que se recolectan en el monte, que nadie siembra, que son parte de su cuerpo y útiles para los hombres: camotes de monte, jícama, chiles silvestres, maguey de ixtle.

También la Chul, de los tepehuanes, cuyo marido es el armadillo, come a los emisarios que la invitan al mitote y los niños descuidados. En la fiesta se emborracha. El marido la regaña y los comensales la patean con tal fuerza que llega hasta China, donde pinta de rojo la seda con la sangre de sus víctimas.

La Naturaleza, además de madre benefactora, es una vieja caníbal es terriblemente vengativa, irracional, caprichosa. Si bien los hombres hacen cuanto es posible por domesticarla o apaciguada en los sembradíos con ceremonias y ofrendas, es irascible, impredecible, destructora e irracional cuando se atiene a su parte montaraz y salvaje, como lo ha demostrado últimamente.