Por William G. Moseley, Observatorio OMG, 3 de julio de 2017

A menudo se muestran los transgénicos como una herramienta clave para acabar con el hambre en el mundo, acusando a quienes nos mostramos críticos con las aplicaciones agrícolas de la ingeniería genética de estar retrasando la llegada de esta salvación a los países más desfavorecidos (este ataque suele tener como protagonista al arroz dorado, pero también a otros cultivos). Suele salir a relucir el dato de que para 2050 tendremos que producir un 50% más de alimentos – el cual se basa únicamente en una proyección económica.

Además de dar por hecho que los cultivos transgénicos aumentan la producción, lo cual es mucho suponer, este enfoque asume que el hambre es un problema de escasez de alimentos. Diversos autores e informes internacionales consideran que este enfoque es inadecuado, y que la solución al problema del hambre pasa por un enfoque estructural que ataje los problemas de desigualdad y permita a las poblaciones más empobrecidas el acceso a los recursos necesarios para ejercer la soberanía alimentaria. En estos días está teniendo lugar cerca de Bilbao la Conferencia Internacional de La Vía Campesina, la principal organización campesina del mundo. Esta conferencia agrupa a representantes del campesinado de todo el mundo que se articulan y organizan precisamente para conseguir estos resultados, de abajo hacia arriba.

En este artículo académico se repasa la historia de cómo ha evolucionado este concepto del problema del hambre, y cómo el enfoque abanderado por la empresa de los transgénicos en el Sur Global se basa en ideas que ya habían quedado superadas décadas atrás.

Hay una situación estándar que utilizan muchos expertos en política alimentaria para enmarcar el problema del hambre global y su solución. Suele ser más o menos así. Tenemos una población global de 7.500 millones de personas, de las cuales cerca de 1.000 millones padecen hambre crónica. Dado que se espera que para el año 2050 la población sea de aproximadamente 10.000 millones, hace falta producir más alimentos para cubrir esta demanda y alimentar a la población hambrienta. Para esto debemos utilizar toda la tecnología disponible, incluidos los organismos modificados genéticamente (OMG) (Pinstrup-Andersen and Schiøler 2003; Collier 2008; Juma 2011).

Este ensayo cuestiona la afirmación de que los cultivos transgénicos deban jugar un papel clave en la estrategia para abordar el hambre a nivel global. Aunque puede haber distintos factores que motiven la utilización de cultivos transgénicos en agricultura, en este ensayo me limito a considerar su utilización como estrategia de mitigación dle hambre. Mi análisis parte de las perspectivas de la geografía y la ecología políticas.

Mi tesis principal es que los cultivos transgénicos son simplemente la última de una larga línea de innovaciones que permiten obtener cultivos más productivos, pero que esta tecnología es lo suficientemente cara como para resultar inaccesible para los más pobres entre los pobres, aquellos para los que la seguridad alimentaria supone un problema mayor. Es más, este tipo de soluciones a menudo están dirigidas a maximizar la producción en condiciones ideales, y no a minimizar el riesgo en condiciones meteorológicas altamente variables.

Esta variabilidad ha sido históricamente dominante en los trópicos semiáridos, y muchos de los escenarios de cambio climático preven su aumento. Por tanto, la inversión en semillas modificadas genéticamente supone un riesgo económico significativo para muchos pequeños agricultores en entornos con precipitaciones variables, y esto sin considerar la volatilidad de los mercados en los que estos agricultores deben vender toda o parte de su cosecha si quieren cubrir los costes de sus insumos. La agroecología conforma una estrategia más viable para ayudar a los más pobres entre los pobres a aumentar la producción y cubrir sus necesidades alimentarias.

El problema global del hambre

El problema global del hambre se ha conceptualizado y definido de distintas formas en las últimas décadas. Hasta principios de los años ochenta la mayoría de expertos en política alimentaria consideraban el hambre únicamente como un problema de suministro o disponibilidad de alimentos. En otras palabras, el hambre y la hambruna ocurrirían en un país en el que hubiera una carencia absoluta de alimentos.

El seguimiento de hambrunas de las Naciones Unidas en aquella época, o metodología de detección temprana, reflejaba esta línea de pensamiento. El Balance Alimentario de la ONU comparaba las necesidades alimentarias de un país – su población multiplicada por la ingesta calórica per capita necesaria – con su suministro de alimentos. Este último se obtenía al sumar la producción de alimentos dentro de las fronteras del país y las importaciones del exterior (Moseley and Logan 2001). Si la suma era positiva se consideraba que el país tenía la suficiente seguridad alimentaria, mientras que un resultado negativo indicaba la posibilidad de problemas de hambre.

Esta herramienta presentaba el problema de no ser muy adecuada para predecir hambrunas. Un ejemplo de esto sería la hambruna del Sahel africano a principios de los años setenta, que sorprendió al mundo entero. El trabajo de Amartya Sen puso de relieve el problema de pensar en el hambre en estos términos. Al distinguir entre la disponibilidad de alimentos y el acceso a éstos, Sen mostró a los expertos en elaboración de políticas cómo era posible que hubiera gran cantidad de alimentos disponibles en el mercado y que aun así la población pobre no tuviera acceso a ellos debido a sus ingresos limitados (1981).

Sen conceptualizó el acceso en términos de derechos, o las distintas formas en las que las personas podían tener un acceso legal a los alimentos – por ejemplo cultivándolos, comprándolos o recibiendo regalos de vecinos o de su familia extendida. Para Sen, una hambruna raramente se debía a una carencia absoluta de alimentos, sino a una falta de derechos – la incapacidad de acceder legalmente a los alimentos disponibles. Aunque es menos conocido que el trabajo de Amartya Sen, el geógrafo William Dando expuso sus ideas de forma similar más o menos al mismo tiempo, según los archivos históricos, mostrando que a menudo durante las hambrunas había alimentos disponibles en el mercado y que incluso se exportaban (1980).

El pensamiento de Sen influyó en la forma en que los expertos en elaboración de políticas pensaban sobre el hambre durante los años ochenta, noventa y principios de los 2000. Durante este período, los expertos en el hambre se centraron fundamentalmente en el acceso a los alimentos, preocupándose menos por la producción. La seguridad alimentaria, el principio que regía las políticas de esa época, se definió como “el acceso para todas las personas en todo momento a alimentos suficientes para una vida saludable y activa” (Banco Mundial 1986, 2). Curiosamente, las ideas de Sen sobre acceso a los alimentos en relación con la mitigación del hambre se mezclaron con la reforma económica neoliberal de ese período, que priorizaba el comercio. La política de autosuficiencia alimentaria de la época anterior, basada en producir la mayor cantidad posible de alimentos dentro de las fronteras del país, pasó de moda al considerarse cara e ineficiente. Los precios de los alimentos a nivel global se mantuvieron relativamente bajos y estables durante los años ochenta y noventa. Los países podían producir parte de sus alimentos, pero también comerciaban y exportaban mercancías para importar lo que necesitaban.

Todo esto empezó a cambiar a mediados de los 2000, especialmente después de 2007-2008, cuando el precio de los alimentos aumentó un 50 por ciento a nivel global. Estos shocks en los precios provocaron en algunos casos el malestar social, y los líderes políticos volvieron a centrarse en aumentar la producción (Moseley et al. 2010). Durante este período fue cuando las soluciones al hambre desde el punto de vista del suministro volvieron a situarse en el foco central de los países donantes. La agricultura, que llevaba veinticinco años en segundo plano, volvió a convertirse en una prioridad a través de iniciativas como la Alianza por la Revolución Verde en África de las Fundaciones Rockefeller y Gates, el Programa Alimentar el Futuro del USAID y la Nueva Alianza por la Nutrición y la Seguridad Alimentaria del G8 (Moseley et al. 2015). A veces se denomina a la agenda colectiva de este grupo como la Nueva Revolución Verde, o, en el caso de África, la Nueva Revolución Verde para África.

La solución de los transgénicos y sus inconvenientes

Las semillas transgénicas juegan dos papeles en la estrategia para abordar el problema del hambre global desde el punto de vista del suministro. El primer papel es el de aumentar la producción agrícola en general (que puede referirse a cultivos alimentarios o no). La idea básica es que los agricultores a pequeña escala, fundamentalmente orientados a la subsistencia, son un problema. Al utilizar tecnologías y técnicas locales resultan ineficientes, poco productivos e incapaces de alcanzar todo su potencial. Los donantes de la Nueva Revolución Verde sostienen que estos agricultores necesitan adoptar tecnologías exógenas, lo que en algunos casos incluye semillas transgénicas.

Para que esto ocurra los agricultores tienen que orientarse más hacia el comercio – es decir, vender una mayor parte de su cosecha – para así disponer de los fondos que les permitan comprar las semillas mejoradas y otros insumos, como pesticidas y fertilizantes. Al volverse más comerciales estos agricultores se integran en las cadenas de valor, que los conectan con los mercados regionales, nacionales y globales. Su mayor productividad aumenta los ingresos y la prosperidad del hogar, lo que a su vez aumenta la seguridad alimentaria de la familia (Toenniessen et al. 2008). El segundo papel que juegan los cultivos transgénicos en esta nueva estrategia desde el punto de vista del suministro es el de crear la posibilidad de cultivos alimentarios más nutritivos y resilientes ante condiciones ambientales adversas. Esto permite a los agricultores no sólo producir más alimentos, sino alimentos más nutritivos.

Los principales cultivos transgénicos comercializados a día de hoy a nivel global son la soja, el maíz, el algodón y la colza. La mayoría de estos cultivos transgénicos no se consumen directamente, sino que se utilizan en piensos animales (soja, maíz y subproductos del algodón), como sustitutos del azúcar (jarabe de maíz de alta fructosa), aceite vegetal (colza) o fibras (algodón). Los dos principales rasgos que ofrecen los cultivos transgénicos comercializados son la protección frente a insectos (Bt) y la tolerancia a herbicidas. Estos dos rasgos, se dice, permiten a los agricultores utilizar los pesticidas con mayor precisión (porque se encuentran en la planta) y utilizar herbicidas sin miedo de dañar al cultivo. Siendo claros, sin embargo, esa mayor precisión sólo se da en términos de limitar la lixiviación de pesticidas, y no evita que las poblaciones de insectos desarrollen resistencias o el impacto sobre insectos no diana. Otros rasgos que se consideran prometedores pero que aún no se encuentran en fase de comercialización son la tolerancia a la sequía, la tolerancia a la salinidad, una mayor eficiencia en el uso del nitrógeno, resistencia a hongos y biofortificación. Estos rasgos se insertan en un rango mayor de cultivos, por ejemplo cereales básicos, tubérculos y batata (Godfray et al 2010).

Aunque existen beneficios potenciales asociados con los cultivos transgénicos, existen también varias dudas relacionadas con su utilización, tanto en países ricos donde el hambre supone un problema menor como en países más pobres donde su uso se ha enmarcado como crítico para la solución del hambre desde el punto de vista del suministro. En los países más ricos los agricultores se dan cuenta de que los cultivos Bt pueden reducir el uso de pesticidas, pero no resuelven el problema de las plagas que desarrollan resistencia a estos pesticidas (Tabashnik et al 2013). Tampoco evitan el problema de los pesticidas de amplio espectro, dado que el Bt no sólo daña a la plaga objetivo sino también a otras poblaciones como las mariposas (Emani 2014). Finalmente, existe la preocupación creciente de un posible escape de genes de cultivos tolerantes a herbicidas a otras plantas cultivadas y silvestres (Chapman y Burke 2006). La combinación de estos factores ha llevado a muchos agricultores del Norte Global a cuestionarse la eficacia de los cultivos transgénicos (Hakim 2016).

En países más pobres, en los que las semillas transgénicas se presentan como parte de la solución al hambre desde el punto de vista del suministro, debemos preguntarnos: ¿mejorará el uso de semillas transgénicas el acceso a los alimentos de los más pobres entre los pobres, ya sea aumentando sus ingresos o ayudándoles a producir más alimentos para sí mismos? Lamentablemente, la respuesta es normalmente negativa en ambos casos, porque los cultivos transgénicos más utilizados a día de hoy están controlados por intereses corporativos y sus costes tienden a situarlos fuera del alcance de los verdaderamente pobres. Es más, dada la naturaleza de la tecnología, es necesario comprar semillas nuevas cada año (o, como máximo, cada tres años), lo que supone un gasto recurrente. La mayoría de familias campesinas pobres no tienen medios para comprar estas semillas, o no tienen crédito suficiente para recibir los préstamos agrícolas que les permitan comprarlas. El dilema se da más bien entre los agricultores que se encuentran en condiciones ligeramente mejores, y no son ni extremadamente pobres ni tampoco prósperos. ¿Intentar utilizar estas semillas para mejorar la producción, asumiendo el riesgo económico de pedir un préstamo para una actividad económica inherentemente arriesgada como es la agricultura?

Los productores de algodón y soja del estado de Maharashtra, en India, tienen cierta experiencia al respecto. Tras cuatro años de bajas precipitaciones este área se convertía en 2015 en el epicentro de los suicidios de agricultores en India. La región de Marathwada, en el estado de Maharashtra, tiene aproximadamente el tamaño de Sri Lanka, y una población similar a la de Países Bajos. Los agricultores de esta zona, relativamente pobre, solían cultivar sorgo tolerante a la sequía – también conocido en India como durra – y una mezcla de otros cultivos. La Revolución Verde de los años sesenta animó a los agricultores de esta región a dejar de cultivar distintas especies para su alimentación y empezar a producir cultivos para la exportación, fundamentalmente algodón, y, más recientemente, soja. En el caso concreto del algodón muchos agricultores utilizan semillas transgénicas.

Un estudio reciente de Gutiérrez y su equipo concluye que en las grandes explotaciones con acceso a regadío resulta rentable utilizar algodón transgénico, porque aunque se pague más permite controlar de forma más barata una plaga conocida como el gusano rosa (2015). Pero el 65% de la producción de algodón de la India viene de agricultores que dependen únicamente de la lluvia y no tienen sistemas de regadío. En este grupo la dependencia de los pesticidas y el mayor coste de las semillas aumentan el riesgo de bancarrota. El problema subyacente detrás de la mayoría de suicidios de los agricultores del estado de Maharashtra era el endeudamiento.

Los agricultores piden dinero prestado para sembrar el cultivo, y después los bajos precios globales, las infestaciones por insectos o las bajas precipitaciones hacen que el retorno de la inversión sea bajo. Los agricultores cada vez más endeudados recurren entonces a fuentes más informales, a menudo prestamistas rurales, a los que piden nuevos préstamos con tasas de interés aún mayores. Lamentablemente este círculo vicioso a veces lleva al hombre cabeza de familia a suicidarse para evitar la humillación del fracaso total, lo que típicamente deja tras de sí a una esposa aún más empobrecida y sus hijos. Hasta septiembre de 2015 se habían suicidado 666 agricultores en la región de Marathwada. Esto suponía un aumento respecto al año anterior, en el que se habían producido 422 suicidios en la misma zona. En India se suicidaron casi 300.000 agricultores entre 1995 y 2014 (Moseley 2015).

Conclusión y alternativas a la solución de los transgénicos

El problema básico de una solución al hambre global basada en el suministro y que implique el uso de cultivos transgénicos es que no aborda la cuestión del acceso a los alimentos para los más pobres de entre los pobres. Los cultivos transgénicos pueden tener sentido como estrategia para que los agricultores más ricos puedan aumentar la producción – aunque incluso esto resulta cuestionable, si tenemos en cuenta la experiencia reciente del Norte Global. Pero aumentar la producción total no es el problema, el problema es cómo ayudar a los agricultores más pobres a mejorar su producción y evitar riesgos económicos innecesarios.

En este sentido la perspectiva agroecológica podría resultar prometedora. Al capitalizar de forma inteligente las interacciones dentro del agroecosistema, los agricultores pueden aumentar la producción y gestionar los problemas de plagas mediante un policultivo mejorado y combinaciones relacionadas con la agroforestería, además de integrar más estrechamente los sistemas agrícolas y ganaderos. Aunque estas prácticas existen desde hace tiempo en los sistemas agrícolas tradicionales de los trópicos existe un enorme potencial para que los científicos colaboren con las poblaciones locales para mejorar estas técnicas. Lamentablemente, la financiación para trabajar en estas áreas se ha visto seriamente limitada, seguramente porque es poco probable que las estrategias agroecológicas puedan generar los mismos beneficios que se obtienen con la no-solución de los transgénicos al hambre global.

Referencias

  • Chapman, M., and J. Burke. 2006. Letting the Gene Out of the Bottle: The Population Genetics of Genetically Modified Crops. New Phytologist 170 (3): 429–443.
  • Collier, P. 2008. The Politics of Hunger: How Illusion and Greed Fan the Food Crisis. Foreign Affairs. November/December.
  • Dando, W. A. 1980. The Geography of Famine. London: Edward Arnold.
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  • Godfray, H. C. J., J. R. Beddington, I. R. Crute, L. Haddad, D. Lawrence, J. F. Muir, J. Pretty, S. Robinson, S. M. Thomas, and C. Toulmin. 2010. Food Security: The Challenge of Feeding 9 Billion People. Science 327 (5967): 812–818.
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  • Hakim, D. 2016. Doubts about the Promised Bounty of Genetically Modified Crops. New York Times. 29 October. [ver aquí].
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