Por Walter A. Pengue, 5 de junio de 2017

La declamación política y las metas del desarrollo sostenible a cumplirse allá por el 2030, están desde hace dos días más lejos que cerca y por la decisión de pocos hombres, si elegidos en un marco democrático, pero la mirada atónica de un mundo impávido y parlanchihablante.

No es un tema menor, cuando la economía está por encima de la estabilidad planetaria. Pareciera para la mediocridad política que la pauta siga siendo el crecimiento económico por encima de una sociedad que se salvará aún con más humanismo y quizás sí, con el apoyo de ciencia y tecnología comprometida, pero no sometida a los arbitrios y tenacidad del mercado.

El ritmo del crecimiento económico mundial es más acelerado que la propia expansión de la especie humana. Mientras entre 1950 a 2010 el PBI mundial pasaba de 10 a 80 billones de dólares (según datos del Banco Mundial), la población humana lo hacía desde los 3.000 a los poco más de 7.000 millones, lo que equivale a decir que mientras la economía global se multiplicaba casi ocho veces, la población del mundo solamente se duplicó.

Sea por la economía marrón, a la que parecemos volver, o por la remanida economía verde, en la que algunos sueñan, como un eje de transformación planetaria, lo que no está en la mente y corazón de la población humana y sus dirigentes, es la imprescindible necesidad de un viraje rotundo, sobre este sistema que promueve el comerse el mundo.

Esta geofagia planetaria y la escasa mirada y oferta de estadistas mundiales y nacionales, nos hacen sentir el frio cercano del ensombrecimiento global más que la tibia luz de esperanza por una sociedad que pelee por sus cambios. A pesar de tanta tecnología, nos seguimos comiendo el mundo.

Es una guerra del hombre contra el planeta. La economía y su consumo (consumismo) de materiales, energía, agua y recursos naturales crecen mucho más que la propia expansión de la especie humana. Fue a través de ese crecimiento económico que se generaron cambios importantes y fuertes presiones sobre los recursos de base (tierras, suelos, agua y biodiversidad), sobre los intangibles ambientales que prácticamente nunca entraron en las cuentas de ganancias y pérdidas de las contabilidades nacionales y por supuesto sobre los mismos humanos, explotados y desnaturalizados de su razón de ser.

El cambio climático y ambiental global, junto con la demanda de recursos y el cambio de uso del suelo, nos muestran que a pesar de los tibios esfuerzos de algunos, seguimos destruyendo el planeta de la especie humana y de todas las otras especies, que ciertamente, no lo desean pero lo sufren.

La humanidad “se come”, más de una tercera parte del plato mundial de la producción de biomasa de todo el planeta. Antes, esta producción se distribuía más equilibradamente entre todas las especies del globo. Además del drástico cambio en el uso del suelo, el resultado se refleja en la pérdida importante de la diversidad biológica, que cuenta con menos territorios y menos alimentos.

En América Latina, la transformación de recursos naturales ha sido notable. En Argentina, entre 1970 y 2009 la extracción de materiales pasó de 386 millones a 660 millones de toneladas, con una tasa de crecimiento superior a la de la población del país.

Esto significa que el aumento en la extracción de materiales no está impulsado por el consumo doméstico (interno en sí mismo) sino fundamentalmente por la exportación de commodities (agricultura, forestal, ganadería, energía y minería). Siendo la biomasa un producto muy importante en las cuentas de exportación de las economías latinoamericanas y en especial de Argentina, es llamativo que desde las políticas públicas, como también desde la investigación más integral que incumbe a los territorios, se haya prestado menor atención a los impactos y procesos que derivan en la cancelación de relevantes prestaciones ambientales.

Entre estos impactos están los efectos sobre los ciclos biogeoquímicos y la contribución de Argentina y de la demanda mundial a estas alteraciones. Asimismo en un país que basa su desarrollo en el sector agropecuario, no hay reflexión sobre los efectos de contar con un territorio de altísima calidad productiva que es a la vez muy susceptible a las transformaciones.

Es más, hasta ahora, se promovió el cambio de uso del suelo (mayor deforestación), para producir también biocombustibles (biodiesel y bioetanol), bajo una muy falsa premisa de sustentabilidad, al usar el argumento de la producción de energías limpias. El gobierno anterior y el actual, siguiendo incluso las premisas y mensajes de algunos líderes a los que admiran, promovieron estas prácticas sin analizar estrategias, coyuntura y lo más importante, no sólo el producto, sino las bases de los recursos involucrados, en especial, la tierra involucrada.

Hoy día, cuando ya el mayor país de la tierra se sale por la decisión de su gobierno de los Acuerdos de París (2015) sobre Cambio Climático, los mismos promotores de estas energías se rasgan las vestiduras, indicando la imprudencia de la decisión, pero más que por conciencia real, por la mera preocupación de un mercado que promovieron, sin revisar la inevitabilidad del desastre.

Estados Unidos es la mayor economía del mundo, hasta ahora, seguida muy de cerca por China, que lo alcanzará en breve. En términos absolutos muestran la huella de carbono más grande del planeta (7.479.646 kt) y la tercera per cápita (24.830 kg por persona). Es un importador neto de tierra, agua y materiales incorporados en productos y por cierto, un enorme emisor, derivado en especial de su propio estilo de vida. Los grandes territorios de algunas economías suelen diluir de alguna manera el fuerte impacto de la demanda de recursos de estos países.

No obstante la demanda de recursos básicos se sigue multiplicando. Consume además tres veces más agua (665 m3/capita) que el promedio mundial (250 m3), lo mismo que los materiales (29.476 kg/capita), representa casi el 25 % del PBI global en 2015 (18 billones), y cuenta con poco más del 5 % de la población global (301.231.207 millones).

La coyuntura de la vida hizo que estuviera en Washington el mismo día que el presidente Trump decidía retirar a su país de los acuerdos de Paris, en otro foro, aquel que revisa decisiones para acompañar al planeta por una mayor sustentabilidad en la producción de sus alimentos. Que dicotomía.

Seguramente es un momento inolvidable. Que no se resuelve con la esperanza de volver, en algún momento, a un acuerdo que no es brillante ni de máxima, sino un tibio concilio mundial, por un tema que no se atreven a promover en sus cambios profundos. Una mirada reduccionista y parcial, sobre un tema global y complejo. Pero no es un problema de solo un país en contra y otros 194 en favor, sino de lo que sucederá de aquí en más. De lo lejos, y no lo cerca en que estamos, cada día que pasa, por encontrarnos con un mundo que garantice nuestra estabilidad civilizatoria.

Quizás pueda rememorarlo a mis nietos, sobre los impactos de la decisión de este día allí, en la capital del mundo occidental. Quizás no. Pero lo que si es seguro, que para este cambio no será útil ni práctico promover como gran cambio al reciclado de papelitos, el guardado de tapitas, o las ciclovías, sino el cambio es más profundo y complejo. Es el cambio civilizatorio para el que parece, ningún estadista está dispuesto a enfrentar. Quizás sí, frente a la gran crisis, se esconda detrás la esperanza…