Por Enrique Vega Dávila, Alainet, 11 de abril de 2017

En el mundo cristiano, y también fuera de sus paredes, ha habido una reacción solidaria casi inmediata; no obstante, también han surgido diferentes maneras de valorar el origen de estos fenómenos. Hace no muy poco un regidor de la Ciudad blanca emitía comentarios sobre el origen “religioso” de este fenómeno desatando fuertes críticas de rechazo en las redes sociales, pero también comentarios que aplaudían sus palabras.

El Papa Francisco, en su encíclica Laudato si, nos ha dicho que “los efectos del cambio climático se harán sentir durante mucho tiempo, aun cuando ahora se tomen medidas estrictas” (n. 170), pero como no se ha hecho lo necesario se han sentido mucho más, puesto que no ha quedado salvaguardada la vida de la misma tierra y de quienes la habitamos.

Como Adán acusando a Eva, mucha gente especialmente “religiosa”, ha visto en lo que nos está sucediendo un castigo de Dios, implícitamente colocándolo como autor, llegando hasta lo hilarante en sus supuestas causas. Esa interpretación manipula el sentido religioso del pueblo creyente y hace olvidar las causas estructurales de nuestra problemática: un planeta que tiene sus propios procesos, un cambio climático que es producto de nuestra propia irresponsabilidad y la poca prevención de las autoridades.

En nuestro país los afectados por los actuales desbordes suman cientos de miles, pero no podemos culpar ni a la naturaleza ni a Dios. Una mirada crítica de la situación nos debe hacer ver que existen víctimas de la poca prevención arrastrada desde hace décadas por el gobierno central, hay víctimas del populismo que lleva a personas a regalar su voto porque les han hecho pensar que recibirían más si el gobierno estuviese a cargo de quienes “donan”, existen víctimas de municipios que han permitido construir donde no se debía muy a pesar de que se sabe que “los ríos tienen memoria”, mucha más de la que muchos alcaldes. En definitiva, hay víctimas de la indiferencia institucionalizada que ahora está pasando la factura por el desorden y la poca planificación.

Los verdaderos desastres no tienen origen en la ira de Dios sino en un sistema que ha hecho del “cortoplacismo” su estilo programático, olvidando proteger la vida de las personas. En ese sentido, la responsabilidad es doble: primero por nuestros actos personales. Como denuncia Francisco: “el ser humano, dotado de inteligencia, debe respetar las leyes de la naturaleza y los delicados equilibrios entre los seres de este mundo. Segundo, porque somos nosotros y nosotras quienes hemos elegido a estas autoridades y, muchas veces, hemos renunciado a fiscalizar la prevención. En este sentido no solo somos víctimas sino también cómplices.

Que mucha gente piense que los fenómenos naturales son un castigo de Dios muestra cuánto nos falta educar en la fe. En este contexto sigue siendo un reto para cristianos y cristianas que nos debe llevara, primero, cuestionar nuestra concepción de Dios; fomentar la imagen de un Dios castigador o intervencionista está en desacorde con el Dios que nos ha presentado Jesús, que es un Dios “que no se cansa de amar”, que clama en el sufrimiento de toda víctima. Colocarle como quien causa aquello, lo hace al mismo tiempo un amuleto al que debemos invocar para acabar con la situación; ese es el modo es empleado por ciertos sectores religiosos para generar miedo y conseguir adeptos: ¡consiguen más gente a partir no del amor sino del temor!

Luego de tomar conciencia de la deformación de la imagen de Dios en la que hemos incurrido, debemos tomar consciencia también del estilo de oración que realizamos, ya que debemos orar, no para aplacar una supuesta ira divina, sino para encontrar desde Dios la palabra y la acción oportunas; oramos para que nuestras autoridades abandonen esa pasividad y tomen en serio la vida de nuestra gente, también para que Dios nos aliente en un compromiso serio por los más afectados; oramos para que las víctimas encuentren consuelo y justicia frente a sus reclamos. Sí, oramos y, al mismo tiempo, hacemos algo.

Un tercer reto a partir de esta problemática es considerar nuestra propia misión humana; el relato del Génesis nos recuerda que fuimos creados a “imagen de Dios”, situación que nos coloca en función de mayordomía frente al mundo, o mejor aún, como co-creadores y co-creadoras, es decir, co-responsables de una creación que está en permanente cambio. E fin, nos coloca frente al mundo considerando no solo nuestro futuro sino también el de las siguientes generaciones.

En este contexto pienso que necesitamos revisar mucho más lo que el Papa Francisco nos ha propuesto en la “Laudato si”.  Reflexionar sobre los capítulos “Lo que está pasando a nuestra casa” y “Raíces de la crisis ecológica” para revisar causas. Y “Algunas líneas de orientación y acción” y “Educación y espiritualidad ecológica” para identificar cuál debe ser nuestra actitud concreta. Como Iglesia debemos tomar en serio este nuevo signo de los tiempos y revisar qué tanto estamos colaborando en procesos para una ecología integral.

Es cierto que debemos responder con urgencia a lo que sucede en este tiempo y seguir sumándonos a las buenas iniciativas que se han emprendido en muchos lugares, pero, al mismo tiempo, debemos seguir denunciando todo aquello que destruye esta “casa común que Dios nos ha prestado” (LS, n. 232).

*Enrique Vega Dávila. Profesor de Teología en la PUCP