Por Iván Restrepo, La Jornada, 14 de enero de 2019

Hace 20 años Alejandro de Ávila, director del Jardín Etnobotánico de Oaxaca, refería en La Jornada Ecológica las particularidades físicas, climáticas e históricas de las casi 600 mil hectáreas del territorio comunal de los pueblos zoques de Santa María y San Miguel Chimalapa.

Señalaba que era la región de mayor diversidad biológica de México. Aunque gran parte de ella no había sido explorada, era fundamental para entender la evolución de plantas y animales. Respaldó su afirmación citando estudios de investigadores como Thomas MacDougall, primer naturalista que exploró Chimalapa hace casi un siglo, Tom Wend, Gerardo Salazar Townsend Peterson y Silvia Salas. Ellos y otros han documentado la importancia de una región que resiste desde hace siglos el asedio de ilegítimos intereses externos.

No exageró De Ávila. Chimalapa posee una diversidad de ecosistemas bien conservados, donde existe la mayor concentración de orquídeas de México: la mitad de las aves clasificadas en el país, algunas en peligro de extinción como el quetzal, el pavón y el águila arpía. Gran riqueza de vertebrados, como jaguar, tapir, saraguato y mono araña, y un número importante de plantas, anfibios y reptiles que sólo allí existen, incluyendo organismos invertebrados, hongos y microorganismos de agua y suelo. Esa diversidad, explica De Ávila, se debe a la fisiografía lugareña: montañosa, con una compleja composición geológica y climática, que brinda hábitats para plantas y animales.

Por su parte, Miguel Ángel Gar­cía, coordinador regional del Comité Nacional para la Defensa de Chimalapa, resumió cómo las comunidades chimas buscaban establecer un modelo de conservación y desarrollo sustentable, llamado Reserva Ecológica Campesina. Su base: el ordenamiento ecológico con participación de las comunidades, el rescate de tecnologías tradicionales y la adopción del conocimiento científico y las tecnologías innovadoras, mediante el diálogo entre indígenas, investigadores y técnicos.

Algo necesario y urgente, pues ese tesoro natural ha padecido incontables invasiones en perjuicio de sus ancestrales propietarios. Primero por los conquistadores. Para evitarlos, en 1687, pagaron a la corona española por 900 mil hectáreas, las cuales quedaron amparadas por títulos virreinales. Compraron sus propias tierras con oro entregado en jícaras. Chimalapa en zoque significa jícara de oro.

Esos títulos los refrendó en 1850 el presidente José Joaquín de Herrera. Con la Revolución de 1910-17 buscaron otra vez el reconocimiento de su territorio. Lo lograron en 1967, cuando el presidente Díaz Ordaz expide dos decretos de Reconocimiento y titulación de bienes comunales: uno a Santa María (460 mil hectáreas) y otro a San Miguel, con 134 mil. En total, 594 mil hectáreas, 300 mil menos de lo que señalaban los títulos originales. Por intereses políticos del gobierno chiapaneco y federal, los planos definitivos se los entregaron a los comuneros hasta 1992.

La invasión depredadora que Chimalapa y sus comunidades han padecido vía latifundistas, madereros y ganaderos de Chiapas la han apoyado los gobernadores de esa entidad, contando con la complicidad federal y la omisión del gobierno oaxaqueño. Además, el de Chiapas, con el visto bueno federal, llevó bajo engaño a Chimalapa grupos tzotziles desplazados por conflictos religiosos o carentes de tierra. Se crearon así 28 núcleos agrarios y el enfrentamiento entre hermanos indígenas que se resolverá cuando dichos grupos reconozcan el territorio comunal y no destruyan la riqueza natural.

Han pasado dos décadas desde que La Jornada Ecológica divulgó la enorme importancia de Chimalapa y sus problemas que, en vez de resolverlos, se agudizaron. Por eso Miguel Ángel García señala la urgencia de que las nuevas instancias federales y estatales, junto con las organizaciones sociales y académicas, apoyen la lucha de la comunidad originaria de Chimalapa en pro de su integridad territorial. Y por ser una región única en biodiversidad y cultura.